SAN SALVADOR (EL SALVADOR).- No sé por qué dije sí. Estaba ciertamente cansado después de dos jornadas maratonianas de intensos combates, fuegos cruzados y funerales muy tensos. No sé por qué dije que sí cuando todo el mundo dijo que no. Pero aquella decisión me ha perseguido durante veinte años tanto despierto como en sueños. Unos minutos antes, el provincial de los jesuitas y hoy rector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, José María Tojeira, había preguntado: "¿Queréis ver cómo quedaron los jesuitas?" Habíamos visto sus cuerpos boca abajo, pero era difícil imaginarse el ensañamiento de los asesinos.
Funeral de los jesuitas asesinados en San Salvador, en noviembre de 1989.
Al decir que sí comenzaron a pasar imágenes brutales por delante de mis ojos. Los disparos fueron hechos a bocajarro y sus caras estaban destrozadas. Era difícil reconocer a varios de ellos. Me fijé en las fotos de Ignacio Ellacuría, tardé unos minutos en reaccionar golpeado por un dolor intenso. Lo había conocido años atrás, lo había visto unos meses antes por última vez, me parecía un hombre valiente, enamorado de la vida, sensato en su manera de enfrentarse a una época tan violenta.
Hace unas semanas visité la UCA de nuevo, el pequeño museo donde se recogen las pertenencias de los jesuitas, incluidas las ropas con las que fueron asesinados, la capilla donde están sus tumbas. Al final de la visita mi guía me señaló unos álbumes y me dijo: "Ahí están las fotos que viste hace 20 años". Fue como un violento regreso al pasado. Aquellas fotos las tenía tan presentes como si las hubiese visto el día anterior.
El día que dije que sí era el domingo 19 de noviembre de 1989. Por la mañana había sido testigo de un funeral muy tenso. El presidente Alfredo Cristiani fue recibido con gritos. Muchos lo consideraban uno de los autores intelectuales de los crímenes. Los jesuitas obligaron a sus guardaespaldas a entrar desarmados a la iglesia. En altar mayor estaban ordenados los seis ataúdes con los restos de los sacerdotes asesinados.
Ropas que llevaban los jesuitas cuando fueron asesinados.
Hay momentos en la vida en que uno querría tener los mejores representantes diplomáticos. Pero el embajador español en El Salvador, Francisco Cádiz, era un auténtico impresentable. Nunca entenderé por qué Felipe González nombró a ese desastre de hombre como nuestro representante. Sobre todo después del periplo de Fernando Álvarez de Miranda, uno de los mejores y más valientes embajadores que he conocido.
Como, al parecer, se aburría durante la liturgia no se le ocurrió otro cosa que comentarle al enviado especial de la agencia EFE, Andreu Claret: "Qué aburrido está esto. No hay una sola tía buena a nuestro alrededor". Lo escuchó Joaquín Ibarz, corresponsal de La Vanguardia. E Inocencio Arias, segundo alto cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores, estaba al lado. A otro periodista le dijo: "A este paso no va a quedar un solo jesuita vivo". Sólo un enfermo puede hablar de esta manera. Faltó poco para que alguno de los periodistas le partiera literalmente la cara.
"Usted no se merece entrar en esta casa, usted no es embajador ni es nada, es una mierda y un cobarde", le dijo el jesuita Rogelio Pedraz al embajador a la entrada de la residencia de los jesuitas. Unos días antes este cobarde se había negado a recibir a una delegación de la UCA que quería pedirle refugio para algunos de los jesuitas. Su excusa fue que los jesuitas no eran españoles. Pero los religiosos tenían que nacionalizarse como salvadoreños para ejercer el magisterio.
Tumbas de los jesuitas asesinados (imagen de febrero de 2009).
Al actual director general de Patrimonio, Yago Pico de Coaña, entonces el máximo responsable de la diplomacia española en Latinoamérica, le comentó que "todos los españoles querían irse de El Salvador porque era gratis". El avión era un C130, conocido como Hércules, un avión de transporte militar. Ni mucho menos el lugar más cómodo del mundo. A pesar de la tensión sólo regresó a España un grupo reducido de españoles.
Aún se mantuvo un año más en la embajada española en El Salvador hasta que un artículo de Joaquín Ibarz titulado 'Bochornoso papel del embajador de España en El Salvador', publicado en la página 13 de La Vanguardia de la edición del 19 de noviembre de 1990, provocó su recambio y, como premio, su regreso a la escuela diplomática.
A lo largo de mi vida profesional he visto muchos diplomáticos ineptos y algunos, los menos por desgracia, maravillosos. He visto a embajadores en el Chile de Pinochet más pinochetistas que el propio dictador. He visto a cobardes que no mueven un dedo por ayudar a un compatriota. He visto a un diplomático asegurar que ha hablado con un muerto horas después de su muerte como ocurrió después del atentado contra la sede de la ONU en Bagdad en agosto de 2003. He visto a algunos con unos visos de superioridad que da la risa. Pero, la verdad, ninguno como Francisco Cádiz. No sé qué habrá sido de él, pero aquellos días de dolor nos dio una gran lección indigna de cualquier ser humano.
El próximo 16 de noviembre se cumplirán dos décadas del asesinato de los jesuitas de origen español Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón Moreno, del salvadoreño Joaquín López y López, del ama de llaves, Julia Elba y su hija Celina Meredith Ramos.
En septiembre de 1991, catorce militares fueron enjuiciados por este crimen, pero sólo dos fueron condenados y puestos en libertad gracias a la Ley de Amnistía aprobada por la Asamblea Legislativa. Los jesuitas decidieron querellarse en 2000 contra el ex presidente Alfredo Cristiani y los autores intelectuales del asesinato.
El jesuita Ignacio Ellacurria habla en un acto ecuménico en San Salvador, en marzo de 1989.
El 13 de enero de este año, Eloy Velasco, juez de la Audiencia Nacional de España, se declaró competente para investigar a 14 militares a los que imputa los delitos de asesinato terrorista y contra el derecho de gentes. Entre ellos hay cuatro ex generales entre los que destaca el que fue ministro de Defensa, Humberto Larios, y el jefe del estado mayor del Ejército, René Emilio Ponce (que también alcanzó el puesto de ministro de Defensa), dos coroneles, tres tenientes, dos sargentos, un cabo y dos soldados. El ex presidente Alfredo Cristiani no será juzgado por un delito de encubrimiento, que no tiene 'persecución universal'.
La querella fue presentada por la Asociación Pro Derechos Humanos de España y el Centro de Justicia y Responsabilidad, con sede en San Francisco, en base al principio de Justicia Universal que permitió en 1998 el arresto del dictador Augusto Pinochet en Londres, tras una orden de detención del juez Baltasar Garzón.
La persecución de los jesuitas en El Salvador empezó años antes del brutal crimen, tal como explica el libro 'Una muerte anunciada' de Martha Doggett. En junio de 1977, un escuadrón de la muerte "amenazó con matar a todos y cada uno de los 47 jesuitas que estaban en el país si no lo abandonaban antes de un mes". Tres meses antes habían asesinado al jesuita Rutilio Grande. Para los sectores derechistas más fanáticos "la guerrilla del FMLN no hubiera existido sin la presencia de los jesuitas".
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