Rangún (Birmania).- La ayuda internacional recibida por Birmania no llega a muchos de los afectados por el ciclón Nargis puesto que parte es decomisada por las milicias progubernamentales, para luego venderla en los mercados de la antigua capital.
Voluntarios de Cruz Roja trabajando en Bogale, en el delta de Irrawaddy, Birmania, después del paso del ciclón Nargis el pasado día 2. EFE/Cruz Roja
A plena luz del día, varios tenderetes tienen apilados sacos de arroz con el emblema de la ONU y las siglas del WFP (Programa Mundial de Alimentos, PMA), según pudo comprobar hoy Efe en Theingyi Zei, el mayor bazar de Rangún.
Otros puestos venden frutos secos y verduras en cajas que portan el sello "Ayuda del Reino de Tailandia" debajo de grandes pegatinas con imágenes de altos jerarcas de la Junta Militar, entre ellos su máximo líder, el general Than Shwe.
Mientras decenas de cooperantes extranjeros del PMA esperan en Bangkok a que las autoridades birmanas les concedan un visado para viajar a las zonas devastadas por el ciclón, donde más se les necesita, los acérrimos del régimen y los comerciantes se lucran del material de emergencia donado por la comunidad internacional.
Preguntado por la procedencia del grano, un comerciante, de origen indio, se limita a señalar su precio: 3.000 kyat por un cuenco, equivalente a unos diez dólares al cambio oficial, algo menos de 3,5 dólares en el mercado negro y casi el doble de lo que se pagaba hasta ahora.
Antes de que Nargis arrasara hace tres semanas el sur de Birmania, un bol de arroz, la ración diaria habitual de una familia de cinco personas, costaba 800 kyat.
Sin embargo, a los pocos días de la catástrofe, la escasez y el temor a una falta de abastecimiento duplicó su valor hasta los 1.600 kyat (1,70 dólares), pese a que cerca de la mitad de los 53 millones de birmanos subsiste con menos de un dólar al día.
Y ése es el precio del cereal de peor calidad, recogido antes del ciclón o en los cultivos de la mitad norte del país, menos fértiles que el delta del río Irrawaddy.
"El arroz extranjero es más caro porque es fresco, no se está pudriendo como el resto", explica una anciana que no quiso revelar su nombre por temor a los militantes de la Asociación para el Desarrollo y Solidaridad de la Unión (USDA), grupo paramilitar al que acusó de traficar con la ayuda humanitaria.
Algunos birmanos temen incluso más que a las fuerzas de seguridad a esta organización paramilitar auspiciada por el régimen, y que en 2003 mató a unas setenta personas en el ataque llevado a cabo al norte del país contra la Nobel de la Paz, Aung San Su Kyi y sus seguidores.
Empleada por la junta para intimidar a opositores e informar de cualquier actitud subversiva, sus 24 millones de afiliados patrullan las calles armados con porras para golpear a estudiantes, activistas y, tras las manifestaciones a favor de la democracia del pasado septiembre, también a los monjes budistas, antaño intocables.
La mujer afirma que cada mañana, miembros de la USDA aparcan en una de las entradas del bazar sus vehículos militares, de los que descargan arroz, agua potable y mantas que han incautado al personal local de las agencias de ayuda humanitaria.
"Necesitamos esa comida, pero me siento mal si la compro porque sé que otros la necesitan aún más", señala.
Desde que comenzó a llegar a cuentagotas la ayuda, las ONG aseguran que sus convoyes tienen muchas dificultades para trasladar alimentos y medicinas al delta, y denuncian que en ocasiones sus trabajadores se han visto obligados a entregar parte del cargamento al Ejército, como si de un peaje se tratara.
El Gobierno lo niega y atribuye las acusaciones a "noticias dañinas y falsas" de los medios de comunicación extranjeros, que quieren "socavar la soberanía nacional" aliados con la Liga Nacional por la Democracia, liderada por Suu Kyi.
La Junta Militar insiste en seguir distribuyendo la ayuda con su propio criterio dejando así clara su escala de prioridades.
En Rangún, apenas un par de policías vigilan dos cruces a ambos lados de Theingyi Zei, pero en el cercano y lujoso Hotel Traders, decenas de miembros de las fuerzas de seguridad, algunos de faena y otros de paisano, escudriñan con la mirada a cada extranjero que entra o sale.
A escasa distancia, veinte soldados duermen la siesta apoyados en sus cascos a la vez que unos chiquillos les lavan los uniformes en un riachuelo lleno de basura.
"Mantengamos con el Tatmadaw (Ejército) nuestra unión fuerte ante los enemigos que están dentro y fuera", proclama en letras gigantes el mensaje en birmano e inglés de la marquesina que cuelga sobre sus cabezas, recién levantada de nuevo después de que los vientos huracanados de Nargis la arrancaran de cuajo.
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