Disculpen la emoción: es mi primer debate, y aún me tiemblan las amígdalas. ¡Qué nivelazo! Desde el histórico concierto de Pimpinela en Fuenlabrada no había visto yo una pareja tan intensa, tan arrebatada, tan desgarradora. ¡Esas miradas de reojo! ¡Tanto amor traicionado, tanto «mentiste», tanto «y tú más»! Y tanta lírica, hay que decirlo. Nada de cursiladas como «tengo un sueño», «no preguntes lo que tu país puede hacer por ti» o «sólo hay que temer al miedo mismo». No, no. Esta vez hemos escuchado frases inmortales. Cuando Rajoy se arrancó con el precio de los huevos, y cuando Zapatero prometió reforzar la fuerza del fortalecimiento de no sé qué, se me helaron los pulsos.
A mí no me pareció mal Rajoy. Yo creo que leyó mejor las chuletas, y que Zapatero se despistó mucho. Es lo que pasa cuando buscas el empate, que pierdes por la mínima. Para mí, Rajoy falló sobre todo en dos momentos. Uno, al final, cuando hablaba de la niña que iba por el mundo con el orgullo de España, y le salió una mueca como de electroshock. Y el otro, claro, cuando habló de los «inmigrantesh», que, según él, son el 10% de la población «eshpañola», pero son el 34% dentro de las «cárcelesh». Joer, Rajoy, tío, que a la mayoría de los «inmigrantesh» enchironados se les acusa de ilegales, o sea, que les faltan papeles, no de matar a Kennedy.
Lo de «importamos delincuentes en bandas muy violentas» me sonó fatal. En cambio, lo de la «avalansh de inmigrantesh» le quedó finísimo. ¿«Avalansh»? ¿Eso se dice en España? Quizá lo copió de Sarkozy y se le olvidó traducirlo. Tampoco es que me entusiasmara Zapatero con lo de «hemos repatriado a 200.000 más que ustedes», pero hizo menos sangre a costa del inmigrante. El resto, flojito. Sin improvisar, sin meter un chiste, sin nada.
A la gente, me parece, se nos quedan más las meteduras de pata. Rajoy estuvo estupendo cuando recordó que firmó un tratado porque Aznar (un punto menos, no hay que mentar la bicha) no acudió a firmarlo (dos puntos menos, ¿a quién le interesa?) «por problemas de agenda» (tres puntos menos, por rematar con una capullez una frase tarada de nacimiento). Zapatero no fue menos cuando se encalló con Serrat, el canon digital, los creadores y todo ese rollo, del que salió con el estribillo «plural y democrática, plural y democrática». Parecía que se imitara a sí mismo.
España nunca me ha parecido tan mezquina y gallinácea como el debate de los candidatos. Al contrario. Este es un país que agradece una sonrisa, una frase bonita, un mensaje de esperanza. Rajoy podía haber sido más él mismo, un señor de derechas majete y con bastante coña, y habría convencido a indecisos (si es que queda alguno). Zapatero podría haber hablado más de sus errores y mostrarse más magnánimo. Ya, ya sé que después de cuatro años mordiendo yugulares, los dos habrán tomado querencia por el gusto de la sangre, pero un poco más de elegancia nunca hace daño.
Los encargados de imagen de los políticos españoles deben sufrir lo que sufrió Woody Allen con aquellas dos novias. ¿Se acuerdan? Una era bellísima y divertida, pero mala y neurótica. La otra era feíta y monótona, pero buena y leal. Gracias a una invención científica, consiguió trasladar al cuerpo de la guapa la bondad de la otra. Tuvo ante sí una mujer guapa, divertida, buena y leal, y una mujer fea, monótona, mala y neurótica. Entonces se enamoró de la fea, monótona, mala y neurótica. Con Zapatero y Rajoy pasa un poco lo mismo. Ahora que, gracias a la campaña electoral, hemos sacado de ellos lo peor de sí mismos, les votaremos apasionadamente.
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Anatoli es extranjero y célibe. Está dotado de una poderosa ignorancia, lo que le convierte en un polemista temible. Le gustan el fútbol, los membrillos y los sucesos truculentos. Nunca ha escrito un blog. Parece improbable que le permitan intentarlo de nuevo.
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