Crecí como casi todo hijo de vecino de los 80 creyendo que el cómic era la versión yanki, violenta y fantasiosa de Zipi y Zape y que los que lo leían eran adolescentes barbilampiños con poco más de dos dedos de frente. Pero por casualidades universitarias me vi arrastrada a los subsótanos de ciertas tiendas del Madrid más castizo y más sórdido al mismo tiempo. Lugares que huelen raro y a cuya oscuridad tienes que adaptar tus ojos cuando entras, lugares a los que jamás me hubiera aventurado sola, lugares en los que solo hubiera esperado encontrarme al dependiente de la tienda de cómics de los Simpson y gente por el estilo. Para mi decepción, en más de una ocasión la gente que se dibujaba dentro eran señores de traje y corbata que miraban la puerta de vez en cuando para asegurarse que de que sus socios no descubrían su afición oculta. Y es que mi tipificado prototipo del lector de cómics era, antes de que las películas los convirtieran en algo de moda, el mismo que tenía y todavía tiene la mayoría de la gente que nos rodea.
Otros cómics
Viendo que mis tardes de sábado empezaban a convertirse en un deambular entre tiendas de cómics, me decidí a que era un medio al que a lo mejor había que darle una oportunidad e intenté poner los dos pies dentro de esta literatura. Digo intenté porque fui incapaz de leerme dos cómics de superhéroes seguidos. De hecho me sentía culpable porque me parecía una forma de narrativa con muchas posibilidades y que las historias adquirían un carácter más completo que las puramente escritas, pero, quizá por la complejidad de las relaciones grupales o por la sencillez de los elementos comunes (a saber: tipos que vuelan, malos malísimos que absorben poderes de los buenos para dominar el mundo, accidentes científicos que cambian la vida de académicos apáticos...) me resultaba un mundo tremendamente aburrido. Hasta que me dí cuenta de que a lo mejor el problema no era el medio sino los temas, y que los superhéroes no eran los personajes de cómic más adecuados para mí.
Esto lo descubrí el día que cayó en mis manos el mítico e hiperconocido y extremadamente comentado (aún más a partir de hoy) Watchmen. A este le siguieron gran cantidad de novelas gráficas (el si se les debe llamar novelas gráficas o cómic es un asunto farragoso que da para escribir un libro y en el que no voy a cometer el error de meterme) que utilizan la viñeta para abrirnos las puertas de un mundo realista prescindiendo de superpoderes; así como cierta asiduidad por los artículos del señor Mena. Ahora sufro las miradas abyectas de mis compañeros de trabajo por encima del hombro cuando al llegar al metro yo saco un librito con dibujos en vez de el último bestseller.
Probablemente, el último estreno de Watchmen (la película) ha hecho que mucho profano en el tema se haya leído una de las veinte mil nuevas ediciones del libro y crea que le ha gustado porque hace una crítica de lo poco heroica que puede ser la vida para alguien con mallas pero sin superpoderes. En ese caso les animo a que no se queden ahí, reten a la sociedad, suban la cabeza cuando sus compañeros de la oficina les digan: yo no sabía que tu eras de ese tipo de gente que lee esas cosas. No es necesario que te gusten los superhéroes para que te gusten los cómics. Y a lo mejor te gustan estos:
Este artículo se publicará en breve en El aula del desgraciado.
Ilustración de Miguel Martínez-Losa.
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