Se podría pensar que el espectador es tonto, un ser inferior que se dedica a revolotear por las distintas cadenas sin saber demasiado bien qué rumbo tomar. Un lagarto, un reptil, una babosa que lo único que necesita es sangre, independientemente de dónde ésta proceda. Hoy en día todo el mundo escribe sobre televisión, o peor aún, hoy en día todo el mundo escribe, a secas. Nos cuentan su vida a través de un blog. Desprestigian sus relaciones materno-filiales, nos hablan de cine, nos cuentan historias, sus noviazgos, su vida sexual. Nos hablan de madera, de cemento, de cómo construir una casa para si o su familia en plena crisis. Nadie es espectador, nadie quiere ser espectador, nadie quiere ser tonto. ¡La retroalimentación ha conquistado el mundo! Vemos para criticar, para juzgar. Es nuestro trabajo: analizar el mundo y condenarlo. Lavarnos las manos como si no participásemos en eso, en esa mierda hedionda que salpica cuando la pisas los días de lluvia.
Todos somos creativos, locuaces, geniales, intrépidos Una sociedad megalómana que juzga, condena, censura, limita y promulga una ideología de personal: pestilente, de moderna: obsoleta. Nos sentamos delante de la caja tonta (como yo la llamo) y escupimos valoraciones manidas que han perdido toda su razón de ser. La televisión está cambiando, eso es innegable. Y nosotros no somos capaces de soportar el cambio. Nos hemos quejado del Diario de Patricia, de la identidad ideológica de los informativos (los informativos son unos vendidos, no hay independencia, dicen), de la publicidad indiscriminada, barata y estúpida.
Ahora queremos autoría, originalidad. Necesitamos la sorpresa, el escándalo, la televisión a la carta. Una televisión para minorías sociales, temática, otra generalista de servicio público, otra gratuita en alta definición y un sinfín de cosas más. Pero, sin embargo, vemos Escenas de Matrimonio y nos cagamos en el padre creador de Camera Café, el producto televisivo más inteligente desde Verano Azul. Que sí, que no es nuestro, y qué. Alex de la Iglesia nos regala una serie de ficción (hay que darle tiempo, todavía tiene que cocerse) y la condenamos prácticamente al ostracismo. La televisión digital permite emisiones disparatadas (deportes insólitos, emocionantes, competiciones al otro lado del mundo) y nosotros, o ellos, ponemos la gala 315 de gran hermano. Es un experimento sociológico, continúan diciendo algunos. Queremos humor en la publicidad pero si ésta atenta contra la integridad moral de un determinado grupo la condenamos. Si un grupo de boy scouts está en la playa bebiendo fanta y esta situación no se presenta con el respeto inmaculado que la asociación se merece consideramos que es denunciable. Y denunciamos. Nuestra capacidad ética es vergonzante, somos malos hijos, malos padres, defensores de la buena televisión, de una moralina convincente y social. Defensores del bien cristiano, un grupo de hipócritas: somos humo. Esto vuelve a ser vergonzante.
¿Tenemos la televisión que merecemos? Quién la merece, me pregunto. El espectador ha muerto. Nadie asume su propia responsabilidad, nadie selecciona contenidos. Nadie ejerce la libertad que merece: la voluntad de cambiar las cosas que consideramos infames simplemente no viéndolas. Es nuestro masoquismo televisivo. Nuestro carácter. Esto es España, coño.
Pues bien, ante esta situación en la que yo como guionista, pero sobre todo como espectador fallecido y enterrado, me encuentro sólo me queda elogiar a aquellas personas que no difaman, que no condenan, aquéllos que no mueven ni un músculo por mejorar las cosas. Porque no necesitan que mejoren. Porque consumen televisión de mierda y les entretiene, les encanta. Degustan el agrio sabor de los programas podridos en sus casas con la cabeza bien alta. Son tiempos difíciles para el espectador inmutable y complacido, para el espectador vivo, para el de siempre. Probablemente lo único valioso de todo el entramado audiovisual en el que creemos no participar y que condenamos.
Esto va por ti, espectador.
Escenas de Matrimonio, una mierda como la copa de un pino.
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