Esclavos del e-mail

Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que comunicarse con familiares, amigos o queridas requería tirar de pluma estilográfica, bolígrafo Pilot o del viejo Bic           –según estilo y parné- para plasmar en papel las últimas noticias sobre la cojera del tío Luis, lo bien que rodaba la Seat Trans de segunda mano que se había apañado, o las ganas que tenía uno de ver a Sandy, esa novieta inglesa que conoció en verano y de cuyos esporádicos cuernos vacilaba ante los amigotes sin imaginar que la simpática británica tampoco era precisamente manca. Desgraciadamente, todas esas entrañables cartas terminaron sus días en la estafeta del olvido, gracias a una fría tecnología que hirió de muerte a un glorioso pasado epistolar.

Escenas tan entrañables apenas ocurren ya

Y todo porque un engendro llamado correo electrónico sentó en el banquillo a bolígrafos, plumas, folios, cuartillas perfumadas –jorrlll- así como a gran parte de nuestros sentimientos más profundos, aquellos que de vez en cuando escribíamos con letra firme con la esperanza de que el tiempo de recepción del destinatario no hiciera mella en la esencia de lo que queríamos contar.

Sin embargo, la tecnología, tan rápida como aséptica, acabó de un plumazo con la emoción de la espera y convirtió nuestro buzón, ahora virtual, en un pozo sin fondo donde no sólo recibimos correos de la gente que nos interesa, sino también de extrañas empresas que te ofrecen viagra a granel, listos que piden revisar números de cuenta en bancos en los que no tenemos ni un céntimo, o cochinillas hembras de nombres exóticos que prometen ponernos mirando a Murcia siempre y cuando nos metamos en su página y aflojemos la mosca a golpe de tarjeta, fíjate tú.

Y una vida, que hasta hace bien poco parecía condenada a la soledad, de repente convierte en hábito la lectura diaria de un sinfín de e-mails de los más diversos estilos, logrando que estas breves epístolas digitales alimenten continuamente nuestra autoestima al sentir que alguien se acuerda de nuestro pellejo, por lo que nos ponemos ávidamente a la tarea una vez que hemos eliminado todos aquellos correos con remitente de padre desconocido.

No pueden faltar para empezar el día los correos de los amigotes, normalmente en el polo opuesto al de las amigas y hermanas que suelen mandar fotos chorras de bebés, paisajes o chistes feministas, mientras que el sector masculino, incluidos compañeros de trabajo, jefes, o el tío Anselmo al que vemos una vez al año, lo más flojo que mandan es un PowerPoint de gimnastas con las vergüenzas al aire y realizando entre ellas una serie de contorsiones bastante alejadas de los ejercicios convencionales, cuando no el retrato de la supuesta abuela de Harry Potter, que resulta ser una esquelética anciana que hace verdaderas diabluras con la escoba.

Diez minutos más tarde, todavía palotes –no por lo de abuela de Potter, aunque alguno…-, le toca el turno al típico mail cenizo, heredero de la mítica carta cadena que todos recibimos alguna vez en el pasado, y que en lugar de pedir una peseta y enviársela por correo a diez personas para que no te ocurra ninguna desgracia, torna ahora en foto de pobre hombre, niño o señora, con una enfermedad terrible, y con el número de cuenta abajo para que le hagas un ingreso que le ayude a sanear su economía. Otro clásico es la típica leyenda urbana que alguien de máxima confianza le ha pasado en petit comité, pero que rula cual peta en reunión de hippies, tipo móviles que explotan, números de teléfono que si te llaman y descuelgas vacían automáticamente tu cuenta corriente, jabones que al olerlos se queda uno grogui y el vendedor le birla hasta los braslip del mercadillo que se acaba de comprar…

Lo más curioso es que casi todo el mundo suele dejar los que más le interesan para el final, como si se tratase del postre que rematase la primera parte de la mañana –con las tonterías llevamos una hora- y así llegamos más contentos al desayuno. Se trata de mensajes en que tenemos identificado al emisario, de los que ya hemos leído el asunto y sabemos que nos van a gustar.

María: Mañana tenemos cenita … ; Paco: Partido de futbito a las 8; Casa del Libro: En dos días recibirá su pedido; Laura: Mañana noche loca en mi casa… Bueno, a veces las buenas noticias se convierten en un verdadero dilema.

Y con estas cosas echamos el lunes, y el martes, y el miércoles… Por mucho que digan, la sensación de encender el ordenador y abrir el correo para descubrir quien se ha acordado de nosotros es algo único, curioso, y que engancha, pues la cara de gilipollas que se nos queda cuando la bandeja de entrada indica cero patatero, según estudiosos yankis, puede ser un principio de patología asociada al correo electrónico que derive más tarde en depresión, algo impensable en tiempos de carteros con gorra, zurrón de cuero y bicicleta sin amortiguadores hidráulicos de aceite.