Doctor, tengo un problema. Me gustaría odiar a Jiménez Losantos. Pero no puedo.Es más. De vez en cuando, incluso lo escucho. La verdad es que no sé cómo ha sucedido. Yo al principio le tenía una manía espantosa. Era oír su nombre y salirme sarpullidos. Cada vez que pasaban por televisión, en alguno de esos programas regres -¿ve lo que le digo?, ¡si hasta hablo como él!-, pues eso, cada vez que escuchaba en uno de esos canales que Zapatero montó -otra vez-, una de sus filípicas contra el Gobierno y el rojerío, se me descomponía el vientre.
Pero, entonces fui cayendo en la tentación. De la forma más tonta. Un día decidí escuchar su programa en la COPE -¿se puede creer que pese a considerarlo entonces como un cretino, un indeseable y un terrorista mediático-, más allá de esos fugaces cortes sonoros, todavía no había tenido la oportunidad de oír Las mañanas? Pues eso, giré el dial hacia la izquierda, que a provocador no me ganaba nadie, y llegué hasta él, ¿o debería decir Él?
No recuerdo exactamente de lo que estaba hablando. Estaba, eso sí, despellejando a alguien, posiblemente a Gallardón. En aquel primer momento torcí el gesto y pensé que había sido un error probar. Con lo feliz que me hacía sentir oír cada mañana a gente que pensaba como yo entre las dosis justas de pluralidad, y ahora este tío me estaba poniendo de mala leche. Sin embargo, Federico, ajeno a mis tribulaciones, proseguía imperturbable con su sermón matinal. En vacío, con su sola y turolense voz trufada de erres arrastradas -agastragdas- marcando como si de un florete se tratara, los puntos débiles del enémigo.
No aguanté más de veinte minutos. Ahora bien, en todo ese tiempo sólo lo escuché a Él. Sin más apoyos que su verbo florido y su ingénita capacidad para machacar a su presa de cada día.
La experiencia no fue nada satisfactoria, incluso en algunos momentos me produjo fastidio y ganas de asesinar al panadero por haber vuelto a subirse a la rampa de entrada a mi casa. Todo lo que salía por su boca chocaba frontalmente contra mis principios y valores, era un atentado contra mi forma de entender la vida, la política, la sociedad. Pero algo me llevó a escucharlo de nuevo. Un impulso nacido de muy adentro. Fue a los dos o tres días. Y aguanté unos cuarenta minutos pese a que periódicamente me subían a la garganta unas irreprimibles arcadas. Pero a la semana era capaz de ir de unas señales horarias a las siguientes sin pestañear. Incluso de asentir puntualmente con la cabeza. Al cabo de quince días comencé a comprar El Mundo para leer su columna. Fue en ese momento cuando mi mujer advirtió que algo en mi interior estaba cambiando. Imagino que la gota que colmó el vaso fue cierto día en el que le leí uno de sus artículos en el periódico de Pedro J. La expresión de su rostro mientras le comentaba divertido los mejores pasajes me resulta inenarrable. Después, dijo algo que me conmocionó: también a algunos alemanes les resultaron divertidas algunas de las primeras leyes contra los judíos. A mí me pareció exagerado, pero creí conveniente visitarle.
¿Qué me dice? ¿Tengo remedio?
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