Desde que en la pasada legislatura RTVE decidiera poner en marcha la mayor reestructuración de su historia muchas han sido las noticias, casi siempre malas, que el ente público ha ido generando. El recorte de un 40% de los trabajadores fue sin duda la decisión más polémica que los directivos de la radiotelevisión pública tuvieron que adoptar y sólo a costa de generosísimas prejubilaciones pudieron doblegar la resistencia de los trabajadores. El precio, sin embargo, fue más alto que el meramente económico. Con la regulación de empleo los medios públicos dejaban de contar casi de la noche a la mañana con buena parte de la mejor y más experimentada generación de profesionales que han tenido la radio y la televisión de este país. Técnicos, operadores de cámara, editores de vídeo, reporteros, corresponsales, presentadores, nombres como Antonio Gasset, José Ángel de la Casa, Agustín Remesal, Pedro Barthe, Ignacio Salas, Valentín Requena, Juan Manuel Gozalo, Julio César Iglesias, José Antonio Maldonado, Paco Monteseoca , salían por la puerta de atrás y con ellos, el nivel del sector audiovisual en nuestro país descendía irremisiblemente un par de peldaños.
La excusa esgrimida para aplicar el Expediente era el intento de sanear las deficitarias cuentas de la corporación pública. Pero, pronto se vio que intención tan loable o estaba siendo mal enfocada o sencillamente era una excusa no precisamente barata.
A medida que los costosos fijos de toda la vida se marchaban, comenzaba (en realidad se incrementaba) el gran festín para las productoras que, como todo el mundo sabe, trabajan por amor al arte. La televisión pública comenzaba a funcionar como una privada, sólo que con fondos de los contribuyentes y perdiendo audiencia a marchas forzadas.
La ventaja que tenían quienes han ejecutado esta operación es que podían actuar de forma prácticamente impune. La dócil audiencia - otro gallo cantaría si le llegara puntualmente la factura a su casa- sólo tiene que apretar un botón para huir del problema. Los políticos, por su parte, bastante tienen con pelearse por ver cuántas veces salen más o menos que los otros en los informativos. Total, que entre unos y otros la casa sin barrer y el desgobierno reinando.
Si entre medias, la tele pública adopta los vicios, aunque ninguna virtud, de las privadas (sólo hay que ver cómo han desperdiciado el tirón comercial de series que otros habrían convertido en líderes de audiencia), no pasa nada. Como tienen adquiridos los derechos del Mundial de motos, todo el día motos, si un bicampeón de F1 corre ese día, que le den. Que el Madrid y el Barça están jugando en ese mismo instante, a quién le importa. No vaya a ser que todavía haya alguien en todo el país que no se haya enterado y ponga Telecinco. Ellos, por si acaso, a hablar de la segunda ronda de uno de los trescientos torneos que va a ganar Nadal. Del criterio periodístico, si te he visto no me acuerdo.
Y así, una detrás de otra. De forma constante, tirando por la borda la reputación que algunos, los que ahora se van con una suela de ejecutivo pegada al culo y un cheque en el bolsillo, tardaron décadas en levantar, en muchas ocasiones peleando contra la censura del Régimen anterior.
De ahí que me haga cierta gracia el anuncio de su nueva web. Y no porque me parezca mal, al contrario. Sino porque, contando con medios casi ilimitados, han tardado una eternidad y media en crearla dejando mientras tanto que cualquier usuario se topara con la web corporativa más lamentable de la historia de los medios en Internet.
Y, lo reconozco, tal vez parezca irritado. Pero es que lo estoy. Porque la gota que ha colmado este vaso de despropósitos ha sido la noticia de que Radio 3 se prepara para que le den, además de por donde están pensando, un lavado de cara que incluye, entre otras cosas, la elaboración de un magacín que presentaría el humorista catalán Manel Fuentes.
El programa del ex-Crónicas iría directamente a la mañana y podría desplazar al mítico Siglo 21, de Tomás Fernando Flores. Pero, los cambios, no se quedarían aquí. Una vez perdida la vergüenza los remilgos morales desaparecen. Y programas como Disco grande, Discópolis, o Diálogos 3 (si es que me contengo, leche), con Ramón Trecet, podrían también estar en la cuerda floja.
Y dirán ustedes: después de haber ayudado a marcharse a todos los citados más arriba y otro sinfín, ¿a qué viene esta extrañeza? Y yo respondo. Porque, demonios. Todo tiene un límite. Y tratar de convertir a Radio 3 en una cadena generalista de éxito como M80 o Los 40 es que es de una mentecatez que tira patrás. Y digan lo que digan los que mandan ahora, con las innovaciones que se han ido anunciando no pretenden mantener a la actual audiencia, que muy probablemente saldrá expulsada, y lo saben, sino intentar llevarse un pedazo más grande pero de otro pastel muy distinto.
Según el último EGM, Radio 3 es seguida por 290.000 oyentes. Desde luego, más de los que yo pensaba pero sin duda muchos menos de a lo que aspiran estas mentes preclaras que en vez de preocuparse porque Radio 1 deje de ser la cuarta más seguida entre las cadenas generalistas del país, a más de tres millones de la SER, ahora meten sus manazas en una radio pura y sin concesiones y si lo puedo expresar así, que hacía un gran bien a muchos esa minoría cualificada de la que beben artistas, oyentes exigentes y algún membrillo también, como servidor- y ningún mal a nadie.
Ésta promete ser la penúltima que nos metan doblada (igual lo próximo es nombrar a Risto Mejide director de Radio Clásica). Lástima que sólo haya un Pérez de Albéniz por millón para, si no cambiar las cosas, por lo menos sacarle los colores a estos hiperbienpagados pintagráficos. No hay duda de que les vendría bien dejar el maletín y la pda de vez en cuando y coger en su lugar una guitarra. O simplemente, abandonar por un día los exclusivos restaurantes en los que como en un tablero de Risk juegan con una de las profesiones más nobles y al tiempo más pisoteadas de este país, y sentarse un día en su salita, a eso de la sobremesa y poner esa emisora que sin pestañear están dispuestos a transformar. Puede que mientras dejan reposar su cabeza en el sillón, una voz les envuelva y les lleve más allá de lo que hubieran podido jamás imaginar. Es un fado. Pasados los tres minutos, es la voz de un señor mayor la que, pese a su serena contención, deja traslucir su emoción por mucho que sea la millonésima vez que escucha a Mariza.
Qué tontería, ¿verdad?
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