KABUL (AFGANISTÁN).- Hamid Karzai quiere seguir siendo presidente y su principal contrincante, Abdulá Abdulá desea sustituirlo.
Un ciclista pasa ante un cartel de Karzai. Kabul, agosto de 2009.
Sorprende el ímpetu y la irresponsabilidad con que ambos defienden su triunfo por mayoría absoluta, perjudicando la labor ingente de la Comisión Electoral Independiente, el único organismo que tiene capacidad para certificar los resultados electorales definitivos.
Tal como está el país lo lógico sería que ambos tuviesen el mismo pensamiento: ¡Ojalá no me toque ser presidente!
La legitimidad del Gobierno saliente está por los suelos por culpa de la corrupción generalizada. El desplome de la confianza de los ciudadanos en sus políticos también ha sido una de las causas de la deserción ciudadana de los colegios electorales. No sólo fueron las amenazas y las bombas talibanes las que provocaron una participación baja del 45% o menos.
La organización alemana Transparency International, experta en corrupción, colocó en 2008 a Afganistán en el puesto 176 de 180 países analizados cuando tres años antes, en 2005, ocupaba el 117.
El próximo presidente tendrá que enfrentarse a un dilema: ¿hay que negociar con los talibanes?
Y en ese caso, ¿hay que incluir a sus líderes considerados terroristas y buscados por la comunidad internacional? ¿O sólo hay que integrar a los insurgentes vinculados al movimiento radical por falta de empleo o porque han sufrido la violencia directa de las fuerzas internacionales?
La insurgencia talibán se ha extendido por gran parte de Afganistán hasta las afueras de Kabul.
Control policial con un perro antiexplosivos. Kabul, agosto de 2009.
Sus arcas están repletas gracias al tráfico de heroína cuyo valor anual supera los 3.000 millones de dólares.
Los ingresos de centenares de miles de campesinos dependen del cultivo de la amapola. Es decir, es imposible destruir esta vinculación sin una buena alternativa económica. Además, no sólo son los talibanes los que se benefician del tráfico. Algunos expertos ya definen a Afganistán como narco-estado.
Recuperar la confianza de la población no va ser una tarea fácil para el próximo Gobierno. El presidente Karzai se ha endeudado con varios señores de la guerra a cambio de su apoyo electoral. Ha firmado leyes que regresan a la mujer a la edad media o que descartan el enjuiciamiento de los criminales de guerra que pueblan el parlamento.
Abdulá, el candidato alternativo, tampoco es la mejor alternativa. Su vinculación a la etnia tayika, a pesar de que su padre es pastún, viene de los tiempos en que actuaba como pequeño delfín del gran comandante Ahmad Shah Masud, uno de los señores de la guerra más populares hasta su asesinato en septiembre de 2001.
La mayoría pastún jamás aceptaría un candidato de esa etnia. La última vez que hubo un presidente tayiko entre 1992 y 1996 coincidió con la guerra civil y los peores crímenes. Los talibanes, que son pastunes, tendrían otra razón para movilizar a su favor a la población que vive en sus bastiones.
No todo es deficiente ni mucho menos. Como dice un observador internacional que conoce muy bien este país estamos ante "un proceso electoral simbólico, pedagógico e imperfecto". Afirma que "la paciencia debería ser un atributo" cuando se transita sin escalas de una sociedad tribal y medieval a otra más moderna y democrática.
Objetivamente, Afganistán es un país más democrático que Uzbekistán, Tayikistán, Turkmenistán y otros estados independientes gobernados por férreas dictaduras desde la desintegración de la Unión Soviética en 1991.
El problema de Afganistán es el tiempo dilapidado. El semillero del radicalismo talibán y de Al Qaeda fue llevado al quirófano para operarle a vida y muerte. Pero el instrumental utilizado fue más militar que político.
Un hombre circula con una moto ante un cartel electoral. Kabul, agosto 2009.
Quizá se tenían que haber desplegado un número mayor de soldados de la OTAN para restaurar el vacío de poder producido con la caída del brutal régimen de los talibanes. Pero un buen plan civil de reconstrucción y de restauración de los derechos humanos también hubiese sido prioritario.
En plena operación, Estados Unidos cambió de rumbo y se entusiasmó con la invasión de Irak. El enfermo Afganistán quedó en la mesa de operaciones sin que nadie se preocupase de su destino. Los recursos económicos, militares y civiles fueron destinados a la guerra favorita.
Cuando el cirujano se acordó del enfermo su riego sanguíneo había sido envenenado por la corrupción y el desparpajo de los criminales. A esto se sumaba la bomba de tiempo que suponía la invasión de dos países árabes en año y medio y el rechazo frontal de la población a la presencia extranjera.
El próximo presidente tendrá que restablecer el pulso del enfermo en una sociedad en la que cohabitan personas íntegras sin influencia con señores de la guerra aferrados al poder y vinculados a los negocios impúdicos.
Dice el escritor Atiq Rahimi que "los fusiles no salvarán a mi país". Escribió en su extraordinario relato titulado 'La piedra de la paciencia lo siguiente': "El sol se pone. Las armas despiertan. Esta noche, de nuevo, se destruye, se mata. Llueve sobre la ciudad y sus ruinas. Llueves sobre los cuerpos y las heridas".
Sus palabras son una metáfora de la violencia y la desolación, un quiste de dolor en la memoria. Frente a ello el nuevo presidente tiene una oportunidad histórica: gobernar Afganistán con un nuevo equipo ministerial que restablezca la confianza de la población y ponga fin a un calvario de guerras perdidas en la memoria.
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