KABUL (AFGANISTÁN).- Impresiona ver a un millar de mujeres en un lugar concreto de Kabul. Verlas coger el micro y exponer sus quejas. Escuchar sus aplausos dirigidos a las más valientes. Están en pleno acto cívico y tienen un techo electoral: conseguir cinco millones de votantes femeninas.
Varias mujeres se cruzan con un hombre durmiendo. Kabul, agosto de 2009.
Un simple sueño. 15 millones de afganos podrán votar el jueves en las elecciones presidenciales. Un 43% son mujeres, según la Comisión Electoral Independiente. Es decir, casi seis millones y medio de potenciales votantes. Tendría que votar casi el 80% para conseguirlo. Un imposible.
Pero podría ser el inicio de un proyecto más amplio que permita encontrar espacios de libertad auténticos y no simulados. Un proyecto que incida en mejorar sus vidas cotidianas, que no sean meras comparsas en un universo de códigos y leyes machistas, donde tantas veces son tratadas como ganado.
Yamila Iusofi tiene 50 años y cuatro hijos. Ha venido de Kandahar, la ciudad sometida al rigor islamista aunque los talibanes ya no dominan su casco urbano. "Considero que los hombres y las mujeres deben ser iguales ante la ley y aquí puedo reivindicar mis derechos", explica con gran emotividad. Es una maestra de educación secundaria que ha conseguido que sus dos hijas estudien ingeniería y medicina en una ciudad donde es peligroso desplazarse sin burka, la prenda que invisibiliza a la mujer afgana.
Kabul está rodeada por un anillo de seguridad que oxigena la vida cotidiana de las mujeres. Pueden escapar de los rigores ancestrales y tienen la posibilidad de defender algunos espacios laborales. El mismo ambiente se respira en algunas ciudades del norte y el oeste como Herat y Mazar-e-Sharif.
En el resto del país, la mujer vive en otra época. No puede decidir con quien se casa, debe aceptar matrimonios pactados cuando aún es una niña, no tiene opción de continuar los estudios después de aprender a leer y a escribir en escuelas miserables si tienen suerte.
Mujeres viajan en la parte de atrás de una furgoneta de transporte público. Kabul, febrero de 2002.
Los cargos públicos ocupados por mujeres son escasos. Hay 68 parlamentarias porque la Constitución obliga a que haya dos por cada una de las 34 provincias. El cupo justo, ni una menos porque es ilegal, ni una más porque quizá es imposible.
Hay ministra de Asuntos de la Mujer con poca popularidad entre las asociaciones de mujeres. Hay una gobernadora, Habiba Sarabi, que ha conseguido convertir la provincia de Bamyan en una isla de paz y prosperidad desde 2004. Dos mujeres desconocidas por las propias mujeres se presentan como candidatos presidenciales.
"Deberíamos tener un presidente que defendiera los derechos de la mujer. Sería bueno que el ganador de estas elecciones nombrase a una mujer como vicepresidenta", se atreve a pedir Yalda Royan. Entre los candidatos hay cuatro que le gustan, pero ninguno tiene un gran interés por los temas específicos de la mujer.
El voto femenino podría tener más influencia si se produce una segunda vuelta electoral. Eso ocurriría si ninguno de los candidatos consigue un 50%. En un país sin censo desde hace décadas es difícil hacer quinielas electorales. Una encuesta aparecida el viernes da un 45% al presidente Karzai y un 26% a su principal contrincante, Abdulá Abdulá, antiguo ministro de Asuntos Exteriores. Otros dos candidatos y ex ministros conseguirían otro 15 % de los votos. Otra encuesta manejada por fuentes diplomáticas da un triunfo holgado a Karzai con el 53%.
De producirse una segunda vuelta las asociaciones de mujeres más activas podrían arrancar concesiones a los candidatos a cambio de apoyarles con sus votos. Por primera vez, la elección sería muy reñida y cada voto vital para los dos candidatos.
Mujeres atraviesan un mercado donde hay una mayoría de hombres. Kabul, febrero de 2002.
La calle afgana está repleta de situaciones injustas. Las mujeres ocupan la parte de atrás de los microbuses. Muchas veces van sentadas en la zona reservada a la carga. Es difícil ver a mujeres paseando solas y ninguna se atrevería a sentarse en un café como hace cualquier hombre.
La tradición puede visitar cualquier esquina. "¿Por qué miras a mis hijas?", le grita una señora de edad media a un joven vestido a la europea a la entrada del zoo. La discusión se agria con la intervención de varios hombres adultos. La mujer levanta la voz y el chico, intimidado, es obligado a abandonar el lugar a empujones y trompicones.
"No he abierto la boca, quizá he mirado de soslayo, pero nada más", confiesa con media sonrisa unos minutos después. Una persona bromea: "Si no quiere que miren a sus hijas, que las tape con burkas".
Mi traductor tiene que aprovechar la ausencia de los padres para visitar a la chica de sus sueños, una joven universitaria como él con la que querría casarse. ¿Qué pasaría si te pillaran? "No lo quiero ni pensar, pero me costaría muy caro". Capítulos cotidianos que demuestran los años luz que separan a las jóvenes de conseguir una mayor libertad de movimiento y elección.
Las mujeres afganas han pagado un alto precio en los diferentes capítulos bélicos que convergen en Afganistán desde finales de los años setenta. Muchas son viudas sin derechos que han sacado camadas de hijos adelante sin medios económicos.
Ninguna ha olvidado quién era el dueño de la batería de cohetes que mató a su marido o a sus hijos cuando iban al trabajo, que bombardeó su casa cuando dormía o provocó su huida hacia un campo de refugiados en un país extraño.
El sueño de las más comprometidas tiene que ver con la justicia, un concepto que disgusta a todo el mundo en Afganistán. Como dice una colega: las preguntas más duras sobre este tema las dejó para el final de la entrevista para no arriesgarme a quedarme sin ella antes de empezar.
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