KABUL (AFGANISTÁN).- Regresé a Kabul en junio de 1997. Los talibanes controlaban la capital afgana desde hacía nueve meses y habían impuesto un estricto código islámico. Las mujeres sólo podían salir a la calle cubiertas por la burka y con la compañía de un varón de la familia. Miles de asalariadas fueron expulsadas de sus trabajos. Las viudas tenían que mendigar para sobrevivir. Las jóvenes y las niñas habían desaparecido de universidades y escuelas. Los hombres llevaban largas barbas y blancos turbantes llamados 'kolah'.
Un grupo de talibanes víctimas de minas antipersonas esperan su turno en el centro ortopédico de la Cruz Roja Internacional. Kabul, junio de 1997.
Los talibanes se embadurnaban los ojos con 'khol', su particular pintura de guerra. Habían crecido en las escuelas coránicas de Quetta (Pakistán) y su filosofía era impecable: "El Corán, sólo el Corán y nada más que el Corán". No conocían su país sin guerra y habían sido moldeados por los nuevos apóstoles del totalitarismo como combatientes y monjes. Vigilaban en cada esquina e impedían la formación de grupos de más de cinco personas. Se sentían satisfechos en aquel reino de la oscuridad.
Eran temidos pero también respetados. Habían traído seguridad y paz a una población exhausta después de cuatro años (1992-1996) de bombardeos continuos. Sus propulsores de cohetes y piezas de artillería pesada también habían matado a miles de civiles durante un año de acoso. Pero habían acabado con el pillaje. Aunque la delación incendió la vida de los afganos.
Una madre con burka acompaña a su hijo mutilado Kabul, agosto de 1996.
La Cruz Roja Internacional emitió un breve comunicado comparando la entrada de los talibanes en Kabul sin disparar un solo tiro la madrugada del viernes 27 de septiembre de 1996 con la de los jemeres rojos en Phnom Penh, capital de Camboya, veinte años antes. La indumentaria occidental, la música, el ajedrez, el cine, la televisión, los juegos de azar y las cometas fueron prohibidos.
El asalto a la sede de la ONU, cuyos funcionarios habían huido, les permitió detener a Mohamed Najibula, el antiguo presidente de Afganistán. Allí había vivido escondido durante los últimos cuatro años. Lo fusilaron, lo ataron a un coche, lo arrastraron por algunas calles y lo colgaron de una farola. El lugar se convirtió en lugar de peregrinación para los nuevos señores de la guerra.
Su bautismo de fuego se había producido en 1994. Ocuparon Kandahar, cuartel general de su líder, el mulá Omar, que había perdido un ojo luchando contra los soviéticos. Desde allí comenzaron un avance victorioso que les permitió controlar el 80% del país en un tiempo récord. Sus milicianos conformaban la fuerza castrense más disciplinada. Muchos comandantes locales se plegaban a sus amenazas y aceptaban formar parte del nuevo movimiento fundamentalista. El tradicional transfuguismo de los afganos les permitió fortalecer su poder militar.
Sus padrinos eran Pakistán y Arabia Saudita. Los servicios secretos pakistaníes y un grupo aliado del Partido del Pueblo Pakistaní de Benazir Butto (con imagen de progresista en Occidente) habían ayudado a financiar a los talibanes. Con su influencia sobre los redentores islámicos querían controlar rutas comerciales muy importantes por donde pasarían gaseoductos que unirían las repúblicas centroasiáticas con el Golfo Pérsico. Hombres de negocios pertenecientes a la compañía petrolífera estadounidense Unocal y la saudí Delta Oil Company ya estaban negociando los nuevos contratos.
Uno de los mayores especialistas en Afganistán, el periodista Oliver Roy, escribió entonces en Le Monde que "Estados Unidos reemprende en este país la fórmula utilizada por la compañía Aramco en la Arabia Saudita de los años treinta: fundamentalismo islámico, tribus y petróleo. No falta más que una testa coronada". Pero el antiguo rey afgano continuaba exiliado en Roma.
¿A quién le importó entonces la situación de la mujer afgana? ¿Quién levantó la voz en Occidente a favor de los derechos femeninos pisoteados? La época talibán descendió por un vertiginoso tobogán de olvido. Sólo un medio de comunicación, la agencia France Press, mantuvo un periodista de forma permanente en Kabul. Todo el mundo miró hacia otro lugar salvo algunos pequeños grupos de activistas de derechos humanos.
Un hombre reza en el centro ortopédico de la Cruz Roja Internacional. Kabul, junio de 1997.
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