¿Qué significa privarse de algo? ¿Podemos medirlo con datos objetivos? Ésa es la idea que subyace en el concepto de 'umbral de la pobreza'. Dicho criterio, que se viene aplicando desde 1939 y está basado en el coste de una dieta mínima, precisa una revisión urgente, del mismo modo que requeriría actualizarse un nuevo proyecto de ley en el Congreso estadounidense. ¿O tal vez vernos privados de algo tiene que ver tanto con medidas relativas como con absolutas?
Nueva York intenta sobrevivir a la crisis.
La idea de que carecer de algo es relativa parece venir especialmente al caso de aquéllos que se han visto sacudidos por la crisis. Tienen menos de lo que habían tenido hasta ahora, y a veces también tienen menos que sus amigos y vecinos. ¿A qué renuncia la gente cuando tiene que apretarse el cinturón, y cómo se sienten con dichos sacrificios?
He reflexionado sobre todo ello a la luz de las respuestas a mi pregunta sobre qué habían sacrificado los lectores por la crisis. Casi 100 personas contestaron. Algunas enumeraron más de una cosa a la que habían renunciado. Sus respuestas se pueden desglosar así:
Comer fuera | 21 |
Viajar | 15 |
Peluquería/productos de belleza | 13 |
Hogar/futura casa | 12 |
Salir de compras por gusto | 9 |
Televisión por cable | 8 |
Ir al cine | 7 |
Seguros sanitarios o del coche | 6 |
Desayunar fuera | 5 |
Tranquilidad/sensación de seguridad o de libertad | 5 |
Tener un hijo | 3 |
Entretenimiento (mascotas) | 3 |
Espontaneidad | 3 |
Esperanza de jubilarse | 2 |
Colegio privado para los hijos | 2 |
Tiempo libre con la familia | 2 |
En otras palabras, muchos se las están arreglando sin lo que podríamos calificar como 'lujos': salidas a restaurantes, excursiones, hacerse la manicura, darse mechas o ver canales de televisión por cable. Lo que cabe esperar en una recesión, que aunque no es bueno para la economía en su conjunto, porque se traduce en menor consumo, sí tiene sentido a nivel individual. Pero también hay una cara más sombría, un conjunto de sacrificios que alteran el modo de vida: decidir no tener un hijo o no comprarse una primera residencia.
Prescindir de los 'lujos' arriba mencionados no se puede comparar con sacrificar cosas de importancia real. Ni que decir tiene que un bebé puede más en la escala que todas las colonias. Irse a vivir con cuñados o suegros o no poder coger un avión para ver a tu hijo no está en la misma categoría que renunciar a un viaje a Cancún, por muy ansiado que sea. Pero el efecto emocional de cada categoría, de pequeños y grandes sacrificios, merece su propio análisis. A veces, los pequeños lujos tienen que ver con expresiones de identidad más amplias.
Primero están los que te rompen el corazón: "Aborté", confiesa una chica, que me pidió que no revelara su nombre. La empresa de su prometido estaba al borde de la quiebra y la suya estaba pleno proceso de fusión y adquisición. Ambos están aún estudiando la carrera. "Cuando vimos que íbamos a introducir otra vida en este caos, nos sentimos incapaces de hacerlo", escribe. "Un embarazo que no habíamos buscado en un panorama laboral incierto, sumado a que había que acelerar nuestros planes de boda, y encontrar una casa adecuada para una familia —y no nuestro pequeño dormitorio— era sencillamente demasiado". Las mujeres han señalado durante décadas preocupaciones de índole económica como una de las principales razones para abortar. Pero eso no hace que esta decisión, ya de por sí difícil en general, sea más fácil. Esta lectora también hablaba de otra pérdida: su mejor amiga, que no era capaz de entender su opción.
Otro lector, que tiene 28 años y vive en el antiguo Dorchester, el barrio obrero de Boston, no puede ver a su hijo de siete, que habita a varios pueblos de distancia, por sus cada vez más escasos ingresos. Junto a su trabajo habitual se han ido su "orgullo" y seguridad en sí mismo por "tener que ponerme a pedir para cambiarme de ropa o incluso para comer". Lo que es más, añade: "Escribo desde el ordenador de un trabajo temporal, dicho sea de paso, por si acaso te preguntas cómo puedo teclear esto y enviarlo por Internet y no tener ni para comer". Margaret, de 61 años, me envió una larga lista de sacrificios, incluida la mitad de su plan de jubilación, y la "esperanza de jubilarme, impensable en un futuro próximo" . Explica que su trabajo es insustancial y asegura que de todas las pérdidas que enumera "el miedo y la falta total de seguridad es la más dolorosa… Para las personas mayores verse privado de muchas de estas cosas es especialmente duro".
Las mujeres han señalado durante décadas preocupaciones de índole económica como una de las principales razones para abortar
Tal vez esté en lo cierto, pero me sentí igual de mal por los lectores que ven su camino truncado durante su juventud temprana. Una mujer en Yuma, Arizona, se ha ido a vivir con la madre y abuela de su marido; ella tiene trabajo pero su marido no, y deben mucho dinero al banco. Expresó su gratitud — "Son las personas más generosas y adorables que te puedas encontrar"—, pero admite que ha perdido "intimidad, libertad e independencia" con esta solución. "He pasado de llevar una vida adulta normal a sentirme otra vez como una cría en casa de sus padres".
Para los padres, la presión del pluriempleo implica disponer de menos tiempo libre, horas que ya no pasan en casa, día tras día. Uno escribió: "Ahora al salir de trabajar en lugar de pillar por banda a mis críos por la tarde noche y divertirme jugando con ellos, vuelvo otra vez a currar. No echo de menos la televisión por cable, ni salir a comer, ni ir de compras, pero dos trabajos para llegar a fin de mes han supuesto el mayor sacrificio de mi vida, algo que nunca imaginé que tendría que sacrificar: mi familia".
Algo así es brutal. Me refugié con cierto alivio en los comentarios de quienes dejaban a un lado sus lujos. En estos correos los remitentes comenzaban por sermonearse un poco a sí mismos y se mostraban conscientes de que, en el orden general de la vida, sabían que no tenían derecho a quejarse. "Me siento superficial y tonta por lo que cuento aquí", escribe Ángela. Aunque a continuación, añade su queja: "Durante años he soñado con ponerle a mi anillo de bodas una piedra preciosa más grande y mejor. AMO las joyas, pero nunca me gustó el estilo del anillo que me puso mi marido en mi pedida. (¿¿ama al hombre o ama el anillo??)"
Por su duodécimo aniversario, Ángela y su marido comenzaron a pagar a plazos una piedra mayor. Pero como dueños de un pequeño negocio y padres de cuatro hijos, se han dado cuenta de que no pueden seguir satisfaciendo los pagos. "Acercarse tanto a algo que has soñado durante tanto tiempo, aun reconociendo que es totalmente egoísta, y luego no poder alcanzarlo, es frustrante", concluye Ángela. "Pero sigo estando segura de que tomamos la mejor decisión para el bien de nuestra familia".
Detrás de la vanidad, a veces hay sentimientos más profundos
Nos enseñan a burlarnos de la vanidad, pero ésta puede estar ligada a sentimientos más profundos. Bryan, un profesor sustituto de Bridgeport, Connecticut, que está teniendo problemas para encontrar trabajo, ha renunciado a su adorada colonia: Allure. "Arreglármelas sin ella fue muy... deprimente," escribe. "Es una pieza esencial de mi identidad diaria". Un caso similar es el de una mujer que cuenta que dejó de ir a la peluquería a teñirse el pelo: "Me siento estúpida y vanidosa porque me importe tanto el color de mi pelo, pero es así" escribió. "Me siento menos atractiva y menos segura de mí misma, voy por el mundo de otra manera… Por el amor de Dios...estoy sin trabajo, eso es lo que debería andar lamentando. Es desproporcionado lo que me afecta no poder cambiarme el color del pelo".
Bryan relató sus vanos intentos de sustituir Allure por una esencia más barata con gracia e ironía. Con una colonia que compró consultando comentarios en Internet, explica que todo olía a "rancio popurrí, mezclado con ese algo indescriptible que sólo se pondría una prostituta danesa". Su consuelo es que ha dado con un trabajo a tiempo parcial en la universidad y pronto tendrá carta blanca para "convertir mi bonus en una versión a granel de la cajita marrón de 30 ml de Chanel". Y entonces recuperará un pedacito de sí mismo.
Renunciar a salir con los amigos es otra pérdida que puede cobrar cada vez más peso: "La gente que conozco no se da cuenta de que siempre podemos juntarnos en nuestras casas o apartamentos", escribe Sharon. "Así que me quedo sola en casa. Como madre soltera, ya sufría cierto sentimiento de abandono porque mis hijos estudian fuera, pero ahora me siento verdaderamente sola. Aparte de las horas que paso en el trabajo, al menos el 85 por ciento de mi tiempo estoy sola". Me dejó planchada.
Y también sentí pena por Mei, que se proclama a sí misma una geek a sus treinta y algo, y que programa software 60 horas a la semana. Tuvo que dejar de ir a la convención internacional del cómic de San Diego que se celebró este mes, la única vez en el año que se reserva para desmelenarse, vaguear y "hacer el loco con chicos geek". Cuando sus compañeros le enseñan las fotos de su escapada "me pongo mala", admite.
Estos correos son un rastro de llagas emocionales (aquí está la mayor parte). Algunos son simples rasguños, que se curan fácilmente. Y algunas de las heridas mayores no dejarán huella profunda, porque quienes las sufren son fuertes. Pero otras sí lo harán. Es algo que puede acarrear la privación: la incapacidad para recuperarse de lo que se ha perdido. Los sacrificios se supone que nos hacen más fuertes, me digo. Pero pueden hacernos sufrir mucho en el proceso.
*Artículo originalmente publicado en el medio digital estadounidense Slate.
(Traducción: Carola Paredes)
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