Lo pequeño no siempre es hermoso

Cada día la industria registra miles de nuevas sustancias en todo el mundo. Muchas de ellas acabarán liberándose en el medio ambiente, como de costumbre, pero ahora la fuente de inquietud la representan aquellas que tienen las dimensiones más ínfimas. Las nanopartículas han comenzado a ser objeto de regulaciones y de refinadas técnicas de detección y depuración, dirigidas sobre todo a evitar la contaminación acuática.

Eawag

El laboratorio suizo Eawag.

Las nanopartículas —de un tamaño 10.000 veces inferior al de un cabello humano— se encuentran ya en unos 800 productos, tales como pantallas solares que no dejan marcas blancas, cajas de alimentos revestidas con una película de nano-plata que destruye los microbios y cremas para la cara con nanosomas de un superior poder humectante.

Lo malo es que algunas poseen un potencial contaminante. Se ha visto, por dar un ejemplo, que la lluvia arrastra las nanopartículas de dióxido de titanio, un pigmento de las pinturas aplicadas a los edificios. Dichas partículas, escogidas por su potente acción contra los microorganismos que corroen las fachadas, pueden resultar muy nocivas para plantas e invertebrados del medio acuático, tales como almejas, ostras y caracoles.

Otras tienen la facultad de penetrar en la piel o los pulmones, causándoles inflamación; pueden llegar incluso a neutralizar el colesterol "bueno", facilitando la formación de placas en los vasos sanguíneos, con el consiguiente peligro de ataque cardíaco. Un foco particular de preocupación lo constituyen los nanotubos de carbono, de los que se teme que puedan actuar con un efecto dañino similar al de las fibras de amianto.

¿Ha nacido un nuevo alarmismo? ¿Por qué tantos aspavientos por unas sustancias insignificantes? Existe una razón: la fundada sospecha de que la misma sustancia interactuará con su entorno de forma variable según sea su tamaño. Se sabe que algunas se comportan de cierta manera en una escala determinada, y de modo muy diferente en una microescala. Se ha visto además que las nanopartículas tienden a aglomerarse y que los aglomerados resultantes reaccionan distinto de sus componentes individuales.

Su impacto en el medio acuático inquieta especialmente, sobre todo las combinaciones imprevistas; vale decir, las mezclas de nanosustancias que, analizadas individualmente en el laboratorio resultan completamente inocuas, pero al unirse entre sí dejan de serlo. Un estudio de 37 pesticidas efectuado por los expertos de la consultora suiza Eawag, reveló que el 30 por ciento de esas combinaciones se muestran tan tóxicas o más que los compuestos originales. En el agua, además, las variaciones en la temperatura y las radiaciones solares contribuyen a incrementar su toxicidad para los organismos vivos.

Muy paradójico: una de las primeras utilidades que se les encontró a las nanotecnologías fue precisamente su uso en la depuración de aguas; ahora, en cambio, lo apremiante es la necesidad de dispositivos que atajen la nanocontaminación.

Los nano-riesgos arrojan un reto a una nueva sub-disciplina, la nano-toxicología. En algunos lugares ya han puesto manos a la obra: en un ensayo piloto realizado en una planta de tratamientos de aguas residuales en Regensdorf (Suiza), se observó que la ozonización destruye la mayor parte de los efectos tóxicos de los microcontaminantes (con un aumento del costo del proceso de apenas un diez por ciento). Queda pendiente el diseño de filtros de aire capaces de capturar las nanopartículas en suspensión. En fin, que lo pequeño no siempre luce tan hermoso como nos lo prometía Ernst Friedrich Schumacher.