Esto son un francés, un alemán y un inglés que llegan a un pueblo de unos 200.000 habitantes. Es 7 de julio, fiestas del lugar, y las calles están saturadas de gente vestida de blanco con pañuelo y fajín rojo. Nada más poner un pie en el empedrado del Casco Viejo ya tienen que sortear a un hombre durmiendo en el suelo, esquivar un katxi de kalimotxo que vuela hacia ellos, cantar junto a 3 borrachos el '1 de enero, 2 de febrero'...
"Ama, ¿me abres?"
Todo esto de que las hordas de borrachuzos ocupen una ciudad una semana y que durante 7 días todo valga, no sería más que una simpática costumbre para los guiris si no fuera porque cada día se sueltan 6 toros por la calle y recorren 800 metros detrás de quien quiera salir a jugarse la vida delante de ellos. Hoy, por primera vez desde hace 15 años un hombre ha muerto de una cornada en pleno encierro. La estadística es bastante benévola, solo 16 muertos en 100 años. Pero aún así la muerte de Daniel Jimeno Romero recuerda que la fiesta de San Fermín no es un paseíllo para subir la adrenalina.
Y claro, una tradición que se conoce internacionalmente por el libro de Hemingway llamado 'Fiesta' cobra de pronto su dimensión real y el mundo se sorprende: "Horror in Pamplona", titula el Times online en su portada. Y éste es solo uno de los cientos de artículos que hoy se han hecho eco de la muerte de Daniel Jimeno. En España estamos acostumbrados a lidiar con ese tipo de noticias: una cogida fatal en la plaza o la vaquilla que embiste a un chaval en las fiestas del pueblo, pero fuera de aquí estos rituales violentos de orígenes ancestrales no se entienden igual.
Arriesgar la vida en una fiesta es algo disparatado. Tiene el aliciente de la adrenalina, de realizar un acto heroico para uno mismo, pero poco más. Hay quien comprende estos factores, como en el blog order-order, que aseguran que en un mundo aséptico de cinturones de seguridad, cascos y demás protecciones, los encierros celebran la irracionalidad del espíritu humano. Lo mismo opina Andy Smart, un británico que como tantos y tantos extranjeros corre en Pamplona cada año —desde hace 27— y que declaró al Independent que lo que busca es "el subidón de adrenalina". Pero lo normal para el profano es la incomprensión y la crítica.
Queda asumido que el que corre un encierro sabe que puede morir, igual que quien entra en una plaza para ponerse delante de un toro. Así lo entienden también en el extranjero. El New York Times lejos de preocuparse por el hombre muerto apunta en esta noticia su inquietud por los toros y por el concepto del encierro. Se sorprenden de que los toros sean "tratados como atletas y las corridas como competiciones deportivas". Pues les alucinará saber que los mozos entrenan, y no darán crédito cuando se enteren de que los verdaderos corredores no están borrachos si no que duermen, descansan y van antes del encierro a cantar a San Fermín muy muy concentrados. La otra parte desconcertante para el New York Times parece ser el hecho de que los toros vayan a morir sí o sí. "Mientras nadie resultó muerto en ese encierro —se refiere a uno de 2004—, los toros no fueron tan afortunados", escriben en su artículo de hoy.
El sacrificio de animales relacionado con el ámbito rural y con la tradición siempre se rodea en España de un ambiente festivo. Así ocurre en la matanza, cuando se cazan conejos, o cuando se mata al pavo. Y el toreo —o los encierros— no es el único sacrificio de animal convertido en espectáculo.
En Lekeitio los primeros días de septiembre se celebran las fiestas de San Antolín. El día 5 es "gansos" que así se llama porque se cuelga un ganso embadurnado de grasa de las patas en una cuerda en el puerto. Desde los botes a remo el 'alzador' salta, se agarra al ganso y trata de romperle el cuello y arrancarle la cabeza. El que la arranca gana, así de fácil. Hasta hace bien poco se realizaba con un ganso vivo, desde hace unos años se matan los gansos unas horas antes. Lo que para los habitantes de Lekeitio y alrededores no sólo es normal sino que es una fiesta en toda regla, para otros es una salvajada. Así lo recoge el Spiegel, por ejemplo: "Decapitación de pájaros en el País Vasco. Aquí tenéis un festival para los amantes de los gansos".
La cabra que tiraban del campanario en Manganeses de la Polvorosa también se hizo un hueco en los medios internacionales cuando se tomó la decisión de parar con el rito y dejar a la cabra tranquila en el monte. El titular de la BBC resume a la perfección la idea que tienen de nuestro país y sus costumbres: "Los españoles no consiguen su cabra", como si el clamor popular de un país entero estuviera suplicando que se tirara al bicho.
Pero toda la crítica no empaña la fascinación que estos rituales encierran para quien los ve desde la distancia. De hecho, en todos los artículos que hoy hablaban de la muerte de Daniel Jimeno se detallaba a la perfección la idiosincrasia de los encierros. Lo que duran, lo que pesan los toros, lo que ocurre cuando uno se queda descolgado —como ha pasado hoy—, desde dónde hay que verlos, cómo hay que correr. Es el reflejo de la relación amor odio que es fácil establecer con todo lo que es visceral y emocionante, pero irracional y censurable a la vez.
Quizás lo más difícil de entender no sea el sacrificio de los animales que participan en estas fiestas. El Huffington Post escribe: "no hay indicación de que los encierros que faltan se vayan a cancelar por la muerte". Y ahora a todos nosotros nos viene a la mente la misma frase, "pues claro que no". Esto es precisamente en lo que consiste la fiesta. La muerte ronda estas celebraciones y aunque no aparezca con frecuencia es la esencia de la misma. Y eso, fuera de aquí, sorprende.
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