La primera vez que encontré a Gagnaire fue en Le Corsaire, una librería de Biarritz que visité durante años en busca de fabulosos ejemplares de cocina. Esperaba, comiéndome las uñas, la edición de cada nuevo libro de la colección de chefs 'Robert Laffont', y sentía tremenda gozadera cada vez que subía las escaleras de aquel lugar para descubrir nuevos tomos o un título más de aquella serie magnífica de chefs —estaban todos, Guérard, Lorain, Le Divellec, Vergé, Troisgros, Billoux, Girardet, Wynants, Senderens, Peyrot, Meneau, Robuchon, Marchesi, Blanc, Chapel, etc—.
Durante una de estas escapadas cayó en mis manos 'La cocina inmediata' de Pierre Gagnaire, de la misma colección, y ojeando sus páginas tuve la sensación de estar ante el chef más elegante y estiloso que jamás conocí hasta entonces —si pueden, hagan el favor de leer la introducción escrita por Jean-François Abert, 'Pierre Gagnaire, una cocina vertical'—.
Las recetas recogidas en esa obra llevan el ritmo roto en las fotografías, con escarceos descarados entre la tradición más académica y una desconcertante sucesión de propuestas muy valientes, siderales, ¡sus platos parecían telas de Jackson Pollock!; para entonces su restorán de Saint-Étienne ya contaba con dos estrellas Michelín, 19/20 Gault-Millau y nadie podía presagiar su cierre, que llegó un tiempo más tarde.
Y es que la vida de este inmenso chef es un constante ir y venir, reinventándose a cada paso, buscando el acomodo que le permite seguir cocinando con despecho, furia y osadía; una raza de cocinero valiente que no teme equivocarse, pues su hábitat habitual discurre siempre sobre el alambre, haciendo ejercicios arriesgados de los de romperse la crisma.
Consomé de pollo en gel.
Entras al vestidor del Hotel Balzac —6, rue Balzac— y tuerces a la derecha; te das de bruces con una barra de bar, un pequeño salón fumadero a la izquierda y el comedor al fondo, bajando escaleras. En dos alturas están dispuestas, bien vestidas, las pocas mesas del restaurante parisino de Gagnaire, rodeadas de cómodos y amplios butacones que permiten gozar el doble de la comida.
Sobre las paredes cuelgan grabados de Eduardo Chillida y el servicio de sala te recibe como si fueras amigo de la familia; agarras un trozo de pan crujiente, lo untas de mantequilla y cuando menos lo esperas, se arrancan con una comida que organizan en torno a mil y un platillos agolpados alrededor de tus cubiertos, pues los bocados emplatados sobre las vajillas son breves, pero se multiplican arrítmicamente como las notas del piano de T. Monk, que es la música que más le gusta al chef, acordes de vida y de cocina, desiguales, multiformes:
"la música está presente en el tempo de una comida, con sus instantes de plenitud y de vacío, sus rupturas, lo caliente, lo frío y el caldo que fluye, mientras en la cocina se impone el ritmo", dice el chef.
Intentan capturar la espontaneidad y el producto es fundamental, sí, pero el instinto, el trabajo previo bien resuelto, el sazonamiento o la cocción correcta tratan de encontrar el buen tono, la regularidad y el equilibrio de un menú que no olvidas en tu vida, no lo creerán, pero aún recuerdo varios platos de mi primera comida allá, hace quince años; caldo gelatinizado de gamba gris con estragón y cigala; salmonete con nabo y ruibarbo guisado con miel; lasaña de cebollas tiernas, acederas y foie gras con sepias y erizos de mar o un pecho de ternera de leche estofado con limoncillo, guarnecido con alcachofas y ajo.
Liebig de pepino.
Años más tarde, volví a tropezar con Pierre en el documental de Paul Lacoste, 'Inventando la cocina', indescriptible documento en el que un tipo risueño y cómplice de su gente hace una demostración de cocinero total, robando jugos, asaltando neveras y recopilando diferentes productos con los que cocina en un sótano, su partida de pastelería, junto a la chicharra de un horno a toda mecha. Él, estoy seguro, necesita su dosis diaria de humo y pringue; a los chefs bravos, si no cocinan todos los días, les da un flato y se mueren. Vean un extracto del documento, por Dios, y comprueben cómo sazona últimamente los cangrejos de río:
"Los cuezo volando en un caldo corto muy sabroso, los pelo y los salteo con arroz tostado y corteza de limón; añado entonces unas setas de primavera salteadas y sazonadas con un jugo de ternera y remato con dados de pepino ligeramente embadurnados en mantequilla caliente y menta fresca. Estos elementos, así juntos, aún siendo diferentes en su sabor y en su textura, se combinan a la perfección en el momento que añades una pizca de sabayón; todo se hace uno y sin duda, es un buen plato, o eso me parece, pero puede irse todo al garete con facilidad, pues encontrar el equilibrio entre esos cinco elementos es asumir cinco opciones de fracaso, cinco riesgos; así es mi cocina, siempre en el filo de la navaja, al borde del precipicio, sólo ahí me siento cómodo, cuando el vértigo me recorre en un espasmo".
Miel y jugo de fruta de la pasión con aceite de oliva y parfait de queso, aperitivo y morillas turcas con vino del tura.
Gagnaire vuela hoy por el mundo; Londres (Sketch), Tokyo, Seúl (Hotel Lotte), Dubai (Refletts), hace apenas un mes aterricé en Hong Kong y lo encontré vivo y coleando, bien despierto en el Hotel Mandarin Oriental, bebiendo una cerveza y almorzando a la espera de volar a Japón con su chaquetilla puesta.
Dice que está más sereno que nunca, le brillan los ojos e irradia una luz cegadora que encandila a todos y cada uno de sus colaboradores, amigos o clientes.
En el último piso del hotel está su restaurante Pierre, desafiando al continente chino desde unos ventanales abiertos al mar. Sentado a la mesa tuve la sensación de no entender nada, de vivir fuera de juego, muerto; me sentí viejo, calvo, lento, torpe, ciego, sordo y desnudo ante la cocina de un tipo que se reinventa y rejuvenece asombrosamente cada segundo que avanza el reloj.
El menú degustación puede escribirse, pero la sensación en la mesa es que guisa un chamán, escoltado por toda una tribu de hechiceros malgaches; sí, el menú suena 'Gagnaire', pero esta cocina es decididamente ¿sintética? Vaya cristo; chantilly de foie gras con aguacate y rábano negro; liebig de pepino, briznas de changurro con bonito seco y ensalada de hierbas aciduladas; morillas turcas estofadas en vino del Jura, cebolletas tiernas y semolina; lenguado con una sopa de primavera y queso parmesano; consomé de pollo gelificado, 'shimizu' de pularda de Bresse, panna cotta de leche de coco y limoncillo; bogavante azul salteado en mantequilla avellana, salsa de polifenoles, patatas, aceituna negra seca y nabo.
Un queso preparado antes de los postres, terrina de Roquefort con leche gelificada y curry verde. Luego, crema diplomática de vainilla y capuchino, servida en copa de Martini; helado de fresas con mermelada de pomelo; miel y jugo de fruta de la pasión emulsionadas con aceite de oliva, parfait de queso de cabra y una ganache untuosa de whisky con gelatina de café.
Desde su web, Gagnaire pide perdón públicamente por su exceso de vitalidad, chuta como una moto, se come el mundo a bocados y saltan chispas a su paso, funde plomos y cortocircuita las reglas establecidas de cualquier manual de cocina.
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David de Jorge &Co. son los responsables de mantener este invento llamado Robin Food. Sus variadas pajas mentales gastronómicas también tienen cabida en Atracón a mano armada.
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