En España hay vida más allá de las estrellas, jóvenes chefs que sudan la melena, cocinando sin brigadas y con pocas chorradas en la cabeza. Siento ser aguafiestas con el asunto, pero confieso que estoy cansado de comer más de lo mismo por todos lados, un hastío que se traduce en una inmensa pereza que le atrapa a uno sentado en muchas mesas y lo inmoviliza hasta que llegan los picas del café.
Igual da que pise el Obradoiro, la plaza de Morón de la Frontera, Jerez de los Infantes, la Zurriola donostiarra, el Paseo del Prado o el Callejón del Moro; la epidemia a la que me refiero es una especie de moco pardo amenazante que planea sobre todos nosotros y al acecho desde muchas cartas, provocando una terrible sudorina que paraliza pies, manos y congela el bazo; esa desesperante sensación de comer una y mil veces los mismos platos e idénticos productos servidos con los mismos juegos de malabares.
Me cansa la cocina de ensamblaje con pretensiones que no se cuece cuchillo en mano, en la garganta de los hornos o en un culo de cazuela y echo en falta la cocina brava surgida del combate entre el cocinero y el alimento; esa cocina espontánea que muchos chefs en el mundo ponen hoy en práctica, jugándose el todo o nada en cada servicio, y que se forja atizando fuegos y sartenes con la chaquetilla limpia, dando forma a una jodida lidia que termina en pura doma con el mandil hecho unos zorros; asando y obteniendo un simple jugo, que una vez peinado, reducido a fuego y montado con varilla, se convierta en salsa civilizada.
Lanzo siempre la misma cantinela, pero el amigo hendayés Pierre Eguiazabal, marchante de vinos y viejo sumiller de Alain Chapel, cuenta del cocinero de Mionnay que dedicó mucha energía y esfuerzo para que su brigada de cocina se enfrentara a cada servicio con las preparaciones de mise en place justas; es decir, se situaban desnudos ante el alimento, con las poderosas armas de su oficio, evitando así el escaqueo generalizado que hoy abunda y que se sustituye, en muchos casos, con el discurso a pie de mesa justificando la escabechina de muchas comidas fallidas.
No se necesitan cristales de putuflú para hacer un buen plato.
El ejercicio de cocinar todos los días obliga a arrimar antes de nada un caldo al fuego que nos ahorre las trampas del caramelito con el foie gras, la compota de manzana chunga por doquier, las infumables salsas de Pedro Ximenez, el vinagre balsámico reducido (de no creer, pero lo venden en carnicerías listo para llevar a casa en biberón con su boquilla), las ensaladas templadas fuleras, los canutillos de morcilla y demás chichinabería inútil que suele rematarse con artificios de Parmesano, verduras en tempura, cursis y floridos crujientes o carrilleras chiclosas que anteceden a su majestad, la torrija caramelizada. Para morirse de miedo, aquí no cocina ni Bartolo.
Pero no perdimos aún la guerra, estoy seguro, pues muchos jóvenes y no tan mozos se empeñan aún hoy en seguir cocinando sin dar la murga en variados frentes, dirigiendo sus negocios desde el fogón con mano firme y decidida. Gentes con oficio que sudan delante de los fuegos cocinando con arrojo y ganas de equivocarse.
Así me gusta que sea el guisandero, valiente y con licencia para meter la gamba; ¡qué más da que el riñón de ternera se le pase de punto si de su entraña obtiene un jugo rustido que levanta la tranca!
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David de Jorge &Co. son los responsables de mantener este invento llamado Robin Food. Sus variadas pajas mentales gastronómicas también tienen cabida en Atracón a mano armada.
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