Digo yo que serás como un convoy de esos que te toca de refilón y te parte en dos, o en tres, si te roza mucho. Diseñas lanchas motoras, palillos mondadientes, banquetas, rascacielos, exprimidores de zumo, vajillas, botes, mesas, restoranes, escobas, zapatos, autos, telas estampadas o hermosas cestas de pic-nic.
No podrías llamarte de otra forma, Michel, Olivier o Christian. Eres un monstruo de apellido Starck, y nombre Philippe. Explicas en Le Figaro, que comes a trompicones, y que si te obsesionas con algo, no dejas de zampar lo mismo hasta que te sale por las orejas o por esos ojos marrones que tienes, canalla.
Puedo comerme, -dices a Lætitia Cénac, la periodista que te interroga-, una tonelada de caviar de Cerdeña, de trufa blanca o clara de huevo. Estos días no paro de jamar flanes de chocolate, por la mañana, a mediodía y a la noche. Y no pruebo cualquier chocolate, claro, lo traigo desde España. El mejor chocolate del mundo es vasco.
Philippe, descuida, pues aunque lean esto los listos del departamento de agricultura del Gobierno Vasco, como yo hice, ni las gracias te darán. Ya sabes, andan atareados y preocupados con las próximas elecciones, no anda el horno para muchos bollos. ¿Te gusta el chocolate vasco? No sabes cómo me alegro. Yo te lo agradezco en nombre de los vascos y las vascas, como dice el Lehendakari y te cuento, hermoso. ¿Tienes unos minutos? ¿Sí? Verás, que voy.
En el siglo XVIII algunos judíos instalan sus fábricas y talleres de chocolate en Saint-Esprit, al otro lado del río Adour, en Bayona, en el País Vasco francés. En sus muelles, las barcazas amarran para descargar azúcar y cacao antillano. Curran de mayoristas y no pueden vender al detalle sus golosinas en la ciudad, ni aún trabajar domingos o festivos. Deben regresar a sus barrios antes de la puesta del sol.
¿Sigo?, venga, va.
Para saltarse la prohibición, manufacturan a la vez pocas cantidades de chocolate que algunos comerciantes y particulares de la alta burguesía compran con sigilo en sus propios almacenes. ¡Escucha bien!, trabajan con el metate, la piedra cóncava que todavía hoy se emplea en muchos países centroamericanos para moler.
Tuestan las habas de cacao, las mondan, calientan la piedra con ayuda de un brasero y cuando está bien ardiente, refinan los granos de cacao con ayuda de un rodillo de piedra o bronce, añadiendo cantidades prudentes de azúcar o especias para los clientes más sibaritas: nuez moscada, clavo, macis, vainilla, pimienta, regaliz o canela. Ese gusto por las especias lo traen en su equipaje mental, sellado a fuego en sus recuerdos desde España, tierra de origen desde la que tuvieron que salir follados.
Desde entonces, muchas familias vascas y gasconas aprenden el oficio, para más tarde formar sólidos gremios y evitar falsificaciones, perfeccionando el oficio. Estos nuevos grupos evitan a toda costa que los judíos que elaboran en los barrios periféricos de la ciudad, puedan vender sus productos en los cascos urbanos. Hasta la explosión de la Revolución, con Madame Guillotina, los judíos no se establecen libremente y comercian en el centro de la ciudad.
Mucha leña, ya ves que las cosas hoy siguen igual.
¿Aburrido? Venga, un poco más.
Te cuelo acá un párrafo del curioso libro 'Una descripción de San Sebastián, publicada en Londres en 1700', editado por la Librería Internacional en 1985; "El modo de vivir en San Sebastián: La gente más principal y distinguida de la villa, a la mañana temprano, después de gozar con la música de La Serenata, se levanta y toma chocolate con estrechas astillas de pan; sin tomarlo, nadie saldría a la calle aunque su casa ardiera".
Ya ves, pan mojado, glorioso antepasado de los churros y porras que hoy bucean en nuestros tazones de chocolate mañaneros. Otros cronistas de la época dicen haber visto beber vasos de agua fresca antes de tomar el chocolate. Exactamente el mismo gesto que hoy día sigue repitiéndose, desde 1856, en la célebre chocolatería Cazenave, en las arcadas de Bayona.
La ciudad continúa aprovisionándose de habas de cacao a través de su comercio con España y los muelles de comercio colonial, cercanos al gran mercado central, son una explosión de olor a especias, melazas, sardinas, vino rancio, pólvora y bacalao seco. Muchos chocolateros establecen sus comercios cerca del río, como Chez Daranatz, fundada en 1880. Aunque Chez Barrère tenga el mérito de comenzar a manufacturar chocolate hacia 1765.
En 1856 la ciudad cuenta con más de cincuenta chocolateros y la región está inundada de pequeños obradores regentados por emprendedores que se empapan del oficio en Bayona, y buscan prosperidad en la campiña: Espelette, Hasparren, Cambo, Saint-Jean de Luz o Ustaritz. No hay casa de postas, hacienda, granja, lonja o garito en el que no tomen chocolate bebido.
Más tarde, la elaboración del chocolate se industrializa. Van Houten inventa el cacao en polvo en 1828, Poulain abre la persiana en 1848 y en 1850 el consumo se extiende y populariza ya en toda Europa, hasta 1905, año en el que aparece la primera tableta de chocolate con leche.
Tú ya lo sabes, Philippe. El chocolate vasco es azucarado, ligeramente amargo, con su pellizco de canela y bien crocante, reventón de infinitas pepitas cuasi invisibles de grué, haba de cacao torrefacta y picada.
Las dos guerras mundiales del siglo XX asestan una puñalada trapera al comercio del chocolate en nuestra tierra, que cae en picado hasta desaparecer casi por completo.
Desde hace unos cuarenta años, algunos artesanos toman las riendas de esta dulce aventura y relanzan el chocolate, cansados de ver cómo la legislación europea de su industria banaliza el producto y permite normativas que aniquilan los matices de los distintos tipos de chocolate que se han elaborado en el continente en el transcurso de los últimos dos siglos. Es el pan de cada día del intrincado mundo de la alimentación, lo sabrás tú bien, que elaboras aceite de oliva.
El buen chocolate resiste hoy y aún soporta en algunos colmados, valiente, el latigazo de la gran distribución que coloca en el mercado muchas tabletas lavadas, muertas; onzas con cantidades ingentes de manteca de cacao y poca chicha, o lo que es lo mismo, envoltura y estuche guapo, sí, para vestir auténticas pastillas de jabón chocolateadas de sabor dulce y fecha de caducidad infinita.
Philippe, termino ya, lo juro.
Adoras el chocolate oscuro, denso y de fuerte personalidad, ¿verdad? Tabletas que se astillan en tu boca como el cristal de Murano, envueltas en fino papel dorado que electrizan tu paladar, qué cabronazo. Estás enganchado, seguro, eres un adicto, fijo.
Te estoy viendo. Gateas de noche, descalzo y patizambo hasta el armario de esa cocina deslumbrante que te has montado y te corres de gusto al primer bocado. Cierras tus ojos, cacho condenado.
Sientes el mordisco y, seguido, un electroshock en tus labios, mil estiletes punzantes y amargos se clavan bajo tu lengua. Y a su paso, a través de tu boca, paladeas un universo y medio de mil matices ahumados, acres, notas golosas, olores de islas remotas, cueros, fuego intenso, perfumes de lejanas tierras que en forma de gruesas astillas de canela o vainilla, atraviesan desiertos y llanuras desde remotos puertos, surcando mares y océanos hasta llegar a tu estómago de diseñador feliz y goloso.
Bebes un vaso de leche muy fría y corres a tu cama.
¿A que no me equivoco? Ten dulces sueños, mañana será otro día.
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