Como casi todo lo bueno se hace esperar. Vuelve con tronío embaucador. Una manera como otra cualquiera de mimar a las gastromusas, incluso a pesar de haberle cambiado alguna vez el apellido. Un tío grande. Dice así: «Ángela, o su bar, es el bar preferido de todos los padres, que muestran orgullosos a sus hijos con pelos en el mentón la permanencia o la resurrección de tiempos antiguos. Los hijos beben cerveza o tinto en copa grande y ocultan hasta el segundo día que al bar que va papá por la mañana a tomar callos va él por la noche a tomar cubatas".
Porque sin hablar de más, salen de ahí con ganas de contarlo, que han estado en un clásico.
Detrás de una puerta anodina, un cartel que no existe y un aspecto de perpetua nocturnidad, con todo lo que eso conlleva, está el lugar en el que todo puede pasar, a cualquier precio. Da igual ocho que ochenta. Carne que pescado, vino tinto o blanco. Navajitas y estiletes. Da igual todo.
A Ángela le da igual hasta que la gente no reconozca las dos cabezas de cabra y las dos cabezas de jabalí que tiene puestas en la pared, porque ella canta copla y hace un corte de mangas a Concha Piquer si hace falta, con el fondo de tinto rico y barato en una mano, y la otra mano en jarra, sin ni siquiera ocultar las curvas que los años le ha ido robando y que ella dice alto y claro, con un deje de tartamudeo que no es real pero que al cabo de un rato se hace creíble. Con el acento que todo el mundo reconoce como de su pueblo.
Dejad de beber y cuidad a las niñas, ahora, que el verdadero juez de la vida es el tiempo. Haciendo de sus movimientos torpes la barra más caótica del barrio y los clientes más satisfechos, ludópatas de loterías imposibles que vienen a jugarse la risa y el aperitivo a una carta.
Y ganan todos, porque hoy sólo ha tardado cinco minutos en verles, y cinco más en atender.
En los cuatro metros que le da la barra y en los otros cuatro que esconde la cocina, Ángela ha visto pasar la vida, la suya, la de sus clientes, pero la olvida cada noche y la recuerda cada mañana, cuando el pan, que no viene solo, le permite darse un paseo y saberse querida, guapa por un rato antes de volver a ese refugio que un día acabó en sus manos y del cual es madre, hija y espíritu santo. Cocinera, fraile, mentirosa y coja. Todo el refranero popular y el segundo tomo de su cosecha mientras vuelan las jarras de cerveza a precios desconocidos y empieza el desfile de lo que a mí me de la gana. Curritos y curritas, qué se pone, qué se debe, contadme la película.
La soledad de una mujer cerca de los sesenta a veces produce milagros y las patatas fritas con lo que haya cerca son un regreso al pasado, un secreto de abuela. La grasa aquí no importa, ni los cubiertos, ni las periferias de lo contundente. El que viene aquí, sabe lo que se cuece. Y huele lo que hay.
Guasona, cascarrabias, intrépida, molesta, deslenguada, vividora, matrona. Astuta, brillante, imprevisible. Coleccionista de artículos sin oficio ni beneficio que retoman un prestigio intocable de este lado de la barra. Una ristra de ajos, unas guindillas colgadas, una gorra plateada gratis con la revista del domingo. La balanza que antes servía para controlar. Una caja registradora trucada, que le dice lo que quiere oír. Una inédita cafetera con dos palancas enormes. Un café es una travesía, un gin tonic una odisea.
Los azulejos color mostaza y marrones, la madera en todos lados que recuerda que eso es un mesón de los de antes. Las mesas altas, la escalera peligrosa hacia abajo. Las sillas para unos pocos. El color amarillento de la puerta de vitrina.
Aquí empieza la fiesta cuando ella quiere y abre mejillones de lata, al tiempo que mezcla pipas con costra de sal y cacahuetes en un platillo. Para los del fondo. Abre y no cierra el muestrario de productos que es tan aleatorio como todo. Aceitunas con pimentón y orégano, de las buenas, que tienen donde morder.
Ni ricos, ni pobres, ni alternativos, ni progres. Ella no quiere nada de eso, y los tiene a todos metidos en el bar. Sedientos, hambrientos, contentos de estar allí. Cruzando conversaciones con un juez de la Audiencia que hace acopio de servilletas de papel y se las pasa a dos chavales que se están haciendo un porro. El antiguo concejal y el carnicero hablan de la bolsa, se palmean la espalda y miran de reojo a las dos chicas de acentos exóticos y escotes contundentes. Cuarentonas, solterones, viudas y divorciados. Parejas de la mano, jubilados despacito. No todos a la vez, pero todos unos ratos. Con aparato pero sin música. Con tele pero sin partido.
Pueblo chico, infierno grande. Aquí nos conocemos todos pero dejemos la fiesta en paz que hemos venido a ver la obra de teatro. Porque a veces cuando los astros se ponen en línea y hay un segundo de silencio, la jefa, como si pasará por allí no más, deja claro que niños, ahora no es momento de arreglar España.
Y empieza el festival, con huevos con chistorra, o caracoles en salsa de pimentón, un entrecot como tapa, las chuletitas de cordero recién traídas, mollejas y penitencia, alitas de pollo con servilleta de tela, patatas con costillas. Riñones, espárragos, patatas. La eterna promesa de las torrijas en Semana Santa. Patatas a la remanguillé.
Y en ese momento de trajín, de correveidile, de chicos no tengo cuatro manos, no ves que aquí no hay nadie más que yo, sentado, desde la esquina de la barra, con el sopor de los vinos que nunca se vacían, se intuye el secreto por un ventanuco que da a la cocina y por donde no sale nada porque no hay nadie.
La llama del gas a tope y dos sartenes de hierro colado repletas de aceite de oliva hirviendo. Negras, del tiempo, del calor. Quemadas a conciencia para conseguir el mejor resultado. Y una cazuela grande que bien puede ser lentejas con chorizo.
Nunca nadie ha visto este bar abrirse ni cerrarse por fuera. Del lugar a donde no vas, te llevan, no se busca, te encuentra. Como si Ángelita se quedara toda la noche dentro maldiciendo el agradecimiento que le sale todas las noches sin querer.
Mesonera tesonera. Torera.
Escrito por Yago Márquez.
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