Hoy la gastronomía se ha convertido en un sobre que no cierra, en esa vaca gorda y absorta que mira ensimismada el paso de un tren, en una vieja dama cabreada y neurótica que se larga dando un portazo, hablando sola. Pero volverá.
En los restaurantes, los clientes querrán ser atendidos como se merecen, las cartas se escribirán con letra clara, podrán fumar y en definitiva, se encontrarán con el comedor de antaño. Volverán a la mesa los signos de buen gusto, servilleteros, jarra de agua fresca, cenicero y la sala, así, recobrará con alegría su verdadera carta de naturaleza de estancia feliz. Renacerá la gastronomía, como una nueva suerte de filosofía vital, y cocineros y clientes se reencontrarán. Los primeros guisarán orgullosos, y los segundos, escucharán de nuevo rugir su estómago.
Los comensales, ya puestos, exigirán a quienes les sirvan los vinos que cesen de darles la murga con sus fondos exclusivos de bodega y las odiosas temperaturas de degustación. Que los camareros no les tomen por abedules y dejen de vestirles las mesas como lo harían para ellos mismos o para sus colegas de profesión y atiendan a sus llamadas con amabilidad, tomados en consideración, dejando las botellas al alcance o sirviendo un pan prieto y crujiente.
¿Es mucho pedir que el ritmo de la comida lo lleve el cliente sentado a la mesa? Reclamarán el bendito derecho de acudir al restaurante, tengan mucha o poca hambre, cansados de sufrir la tortura de enfrentarse a menús infinitos que acaban con la salud y la paciencia de muchos, fulminando las ganas de repetir visita.
Al cliente se le debe el mayor de los respetos y en estos tiempos revueltos, por cierto, el comensal se deja ver bien poco por los restoranes. Adorémoslo, es el rey, y añora los tiempos felices en los que se levantaba de la mesa tras comer en un tiempo prudencial.
Realmente, ¿qué quieren los chefs? Nuestro bienestar y cocinarnos, los conozco a todos. No pueden ocultarlo, desearían reencontrarse con el placer de estofar y acomodarse en los gestos imprescindibles para el ejercicio de su oficio. Sazonando un guiso que hierve sobre la plancha, amansando la intensidad del fuego; usando las varillas batiendo crema fresca en un bol; bridando un pollo bien rollizo; volcando una ración de menestra en salsa sobre el fondo de un plato, jugando a mecanos con sus diferentes verduras para obtener volúmenes y hermosura a la vista; metiendo los dedos en la sal; reduciendo un jugo suavemente hasta llevarlo al instante preciso en el que se presta a condimentarse y dejarse a punto, echando mano de toda la experiencia acumulada para reducir su acidez, aumentar su dulzor, potenciar su sabor, eliminar el exceso de grasa acumulada o aromatizando el conjunto con preciosas gotas de alcohol envejecido para convertir un simple líquido hirviente en puro verso, que en vez de leerse, se come con cuchara, mojando sus restos con pan.
Veremos restaurantes de gran lujo en los que el chef se situará ante uno —sí, ante uno—, feliz —sí, feliz y sonriente—, para arrancarse con unos riñones de ternera con mostaza. El mundo, entonces, será un lugar feliz. Cierto que las facturas serán astronómicas, pero no habrá problema, pues el negocio estará hecho y cerrado entre dos tipos felices, el cocinero y el comensal que se zampó la riñonada.
Después de todo, la gastronomía consiste en esto, ¿no?, alcanzar el bienestar de quien obra y del que come y paga. ¿De qué sirve hacer feliz al comensal si en muchas cocinas un ejército de autómatas puteados obedece a un chef que no sabe dónde dormirá hoy o comerá mañana?
Que no nos cuenten milongas, como en los cuentos de Calleja. Defendamos nuestra personalidad en la cocina poniéndonos en el pellejo del comensal.
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