El tiempo y la distancia pondrán la figura de Pedro Solbes en el lugar que le corresponde en la historia de la economía española en democracia. Desde el funcionario gris que se forjó en Bruselas, al último titular de Economía de Felipe González que sentó las bases para salir de la crisis del 93 al 96; pasando por el comisario europeo al que Zapatero arrastró desde Bruselas porque le necesitaba, al vicepresidente que hoy sale del caserón de la calle Alcalá —la sede de Economía y Hacienda— sin un ápice de nostalgia, con una crisis que aireó tarde para no ser ese pesimista profundo que a ZP le ponía nervioso. Nadie, o casi nadie, reconocería hoy que, de nuevo, deja tomadas las medidas inmediatas para paliar la crisis. Pero antes de lo previsto, Solbes será reivindicado como una de las dos figuras económicas clave de los 30 años de democracia. La otra es Fernando Abril Martorell.
Ahora, ¿cambiará su gesto?
¡Qué osadía tal afirmación!, dicen los que juegan cada día al corto plazo. ¿Y Boyer, y Rojo, y Solchaga, y Rodrigo Rato, y Fuentes Quintana? Bien, estupendos cada uno para su momento. Pero en el caso de Solbes, como en el de Abril, se da no sólo el valor de cabeza bien amueblada, sino el arrojo silencioso —nunca ha hecho alarde de tal arrojo en público, Dios le libre, y de eso le han acusado—, la prudencia, el saber escuchar, la visión global y perspectiva de los problemas..., virtudes todas ellas que, cuando la crisis económica más grave de todos los tiempos documentados nos devora, no tienen precio.
Pero la política y la ciudadanía piden sangre, como en el circo romano, cuando el número de parados cabalga hacia los cinco millones —no los 4,5 en que se empeña Moncloa— y el tipo que gestiona la economía no es histriónico, ni numerero, ni se inventa ocurrencias sobre la marcha. Tampoco estaba dispuesto a seguir manteniendo el optimismo engañoso, que ya hizo bastante en los últimos meses. Por eso, en un año ha pasado de ser la figura más admirada del Gobierno tras el debate frente a Pizarro, a la más denostada.
Hace tres semanas que Pedro Solbes Mira, vicepresidente económico del primer y segundo Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, sabía que mañana, Miércoles Santo, quedaba liberado del potro de tortura en que se ha convertido su sillón en este último año. Porque a Solbes no le ha asustado la grave crisis económica mundial, que ni él, ni ninguno de los millones de expertos del planeta, supieron ver antes de la quiebra de Lehman Brothers.
Tampoco le han amilanado, pero sí preocupado profundamente, el número de parados de cada mes, la profundidad y el asombro ante una crisis que en su larga vida como ministro, vicrepresidente, comisario europeo, asesor y hacedor de la UE desde sus inicios, economista, funcionario y servidor del Estado —en 1968 era ya técnico comercial del Estado y muy pronto comenzó a trabajar en tareas vinculadas al entonces Mercado Común— ha reconocido en numerosas ocasiones que "nunca he visto nada igual".
A Solbes, lo que más le ha agotado ha sido la sucesión de obstáculos que desde La Moncloa le ha ido poniendo Zapatero
A Solbes, lo que más le ha agotado, cansado y desesperado —interpretan sus amigos, dada su conocida discreción— ha sido la sucesión de obstáculos que desde La Moncloa, sin querer o queriendo, le ha ido poniendo el presidente Zapatero. Si primero fue la figura de Miguel Sebastián al frente de la Oficina Económica y las ocurrencias de ambos —algún día se hará la historia completa de las bombillas encendidas en los cerebros de ambos, ZP-Sebastián y sus consecuencias—, pasando por el asalto al BBVA y los constructores paseándose por La Moncloa en la época del ladrillazo, a la entrega de la primera eléctrica del país, Endesa, a los italianos de Enel (sólo por citar alguna de las ocurrencias más graves), el colmo ha sido el último año, desde que se ganaron las elecciones en marzo pasado, y la gestión de la crisis.
Pese a su conocida paciencia, una de las pocas cosas que ha aireado de sí mismo, todo tiene un límite. Dicen sus colaboradores que nunca se enfada —"se pueden contar con los dedos de una oreja, como diría Forges" es una de sus frases favoritas para destacar lo poco que se cabrea—, pero, en los últimos tiempos, la cosa se ha complicado. Y no sólo con aquella lejana y brillante ocurrencia de los 400 euros de ZP para luchar contra la crisis que él tuvo que apagar, y tantos otros casos de descoordinación que sería difícil enumerar en unas líneas; sino con la etapa final, cuando Zapatero decidió que, ante la gravedad de la situación económica, el ministro de Economía sería él mismo, y para ello necesitaba alguien dócil.
Pero, ¿es Elena Salgado alguien dócil? Está por ver. De momento, es verdad que una vez que Solbes se ha liberado del potro de tortura, Salgado era una de sus preferidas. Muchas veces, a las 9 de la mañana, cuando Solbes ha tenido que acudir al Congreso a responder a las preguntas de la oposición, la única ministra del Gobierno que le acompañaba era Salgado. Su amistad y respeto mutuo vienen de lejos y ambos han compartido criterios, sentados juntos en el Consejo de Política Fiscal y Financiera. Otra cosa bien diferente es que sea Salgado la sucesora ideal para un vicepresidente que es, sin duda, la figura española más conocida en Bruselas, además de Joaquín Almunia. El único que ofrece respeto y confianza, que transmite seguridad en el BCE, el FMI, el Banco Mundial o en cada institución comunitaria. Algo que disfrutaban cada uno de los suyos cuando veían que por los pasillos le paraban los personajes más insospechados, incluidos colegas y primeros ministros, para consultarle o pedirle opinión.
Todo esto ya es pasado. En unas horas, este señor que el próximo 31 de agosto cumplirá 67 años, y sólo piensa en dejar las cosas bien arregladas a su sucesora, volverá a casa, su casa, como un ciudadano de a pie. Con tiempo para sus hijos y preparar un arroz socarrat como los de su madre y su abuela en el bar de la familia, con arroz bomba, naturalmente.
Ya no tendrá que levantarse cada día a las 6 de la mañana, para nadar y soportar sus dolores de espalda con la dignidad que le caracteriza, ni pararse a pensar si su humor británico, y socarrat también (como lo de la envidia a Bermejo), es oportuno y comprendido. Ni tendrá que prohibir a sus colaboradores explicar que cuando dijo esa frase, su madre agonizaba —murió esa misma noche—, meses después de haber enterrado a su hermano. Ni siquiera tendrá que hacer chistes sobre sus ojos enfermos. Porque todo esto, y mucho más, a Solbes le produce mucho, muchísimo pudor. Vergüenza incluso. Pero como hoy es el día de la liberación, se pueden romper también algunas de esas promesas.
Y si esto fuera Inglaterra, a ese señor, que pasó de funcionario gris y triste a discreto ministro que alardeaba de no dar grandes titulares hace tiempo —en el ultimo año, los titulares procedían de La Moncloa o de los colegas más sorprendentes—, y a exitoso descubrimiento frente a Manuel Pizarro, pronto se le nombraría Lord.
Hace unos meses, un periodista preguntó a un íntimo amigo de Solbes lo que quizá muchos ciudadanos se están preguntando. Si es tan estupendo, si ya tiene todo hecho, ¿por qué ha soportado tanto tiempo las ocurrencias presidenciales y las bobadas de Miguel Sebastián, entre otros? "Por responsabilidad. Las jóvenes generaciones ya no lo entendéis. Ya no se dan esta clase de políticos y servidores públicos. Antes que dejar tirado este país en esta situación, Pedro morirá de un ataque de responsabilidad. Esa es su principal enfermedad".
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