MADRID.- La Ley Concursal española nació con la filosofía de prevenir más que curar. Esta normativa apuesta por la continuidad de las empresas en crisis gracias a un acuerdo entre los acreedores, facilitando su reestructuración y reflotamiento y, en último extremo, su liquidación. Sin embargo, los expertos se quejan de que las compañías se declaran en concurso de acreedores cuando su enfermedad es crónica y la salvación es prácticamente imposible.
Habitat está en proceso concursal.
Con la legislación actual, que empezó su andadura el 1 de septiembre de 2004, las empresas con falta de liquidez deberían presentar voluntariamente un concurso antes de que se agoten todos sus activos y "dentro de los dos meses siguientes a la fecha en que hubiera conocido o debido conocer su estado de insolvencia". Pero éste no es el caso.
Así, la gran mayoría de los procesos concursales acaban liquidándose. Es decir, termina con la extinción de la compañía, la venta de todos sus activos y el reparto de lo que quede entre los deudores, explica Inés Landín, directora del Registro de Economistas Forenses (Refor).
Eso no significa que las empresas no hayan luchado por mantenerse a flote. Según Landín, muchas de ellas intentan refinanciar sus deudas por otras vías distintas a la que ofrece la administración concursal. Y es que hay quienes deciden no acudir al concurso "por el desprestigio que esto supone", indica el presidente del Refor, Raimon Casanellas.
"Los concursos de acreedores tienen muy mala prensa", explica el abogado Juan Ignacio Fernández Aguado, de CMS Albiñana y Suárez de Lezo. Por un lado, porque muchos siguen relacionándolos con el pasado. Y es que el actual proceso concursal engloba cuatro procedimientos anteriores que estaban dispersos en la legislación española y que, según este experto, "tenían una connotación muy negativa, porque quien acudía a cualquiera de ellos, ya fuese persona física o jurídica, lo hacía con fines liquidativos". Es decir, los empresarios cerraban sus negocios, dejando sin pagar a acreedores y trabajadores; los individuos se declaraban insolventes; y los juzgados se limitaban a certificar su 'muerte' económica. Y ese concepto negativo sigue fresco en la memoria de la sociedad española.
Aunque la nueva normativa "pretenda evitar que las empresas quiebren y que los deudores reciban lo que se les adeuda de forma ordenada —explica este abogado—, esta teoría se da de bruces con la mentalidad ciudadana, que tilda este proceso de fracaso, estigmatiza a la firma que lo solicita y relega al empresario que la dirige al ostracismo más absoluto, por lo que recurren a él cuando ya no les queda otro remedio".
Muchas empresas no acuden al proceso concursal por el desprestigio que esto supone a nivel social
Y la crisis "no ha ayudado en nada a mejorar esta mala prensa", dice Fernández Aguado. El número de solicitudes se ha multiplicado por tres en el último año, pasando de los 900 concursos de 2007 a 2.900 en 2008, según los datos del Refor. Las previsiones para el primer trimestre de 2009 no son mucho más halagüeñas; se calculan 1.200 nuevas solicitudes entre enero y marzo de este año.
Esta situación está provocando la saturación de los juzgados que llevan estos casos, haciendo que los procesos se demoren. Sobre el papel, la Ley Concursal promete plazos ágiles y facilidades para que el deudor recupere su actividad económica y sus estados contables previos a la situación de insolvencia, pero, en la práctica, no se cumple. Los plazos que tendrían que completarse en 3 días se retrasan hasta mes y medio, y la media de 8 meses en que deberían resolverse los procesos supera ya el año con creces, según Fernández Aguado.
Por ello, todos los expertos coinciden en que deberían acortarse los pasos a seguir hasta que se consigue el informe de la administración concursal. Ya que, si el concurso se alarga mucho, "no se pueden conseguir los objetivos que persigue la ley", afirma Landín, pues, "cuanto más se tarda, menos activo queda para repartir entre los acreedores", explica.
En su opinión, las empresas deberían empezar a asumir la cultura preventiva de esta normativa que existe en otros países, y "declararse en concurso voluntario de acreedores en los primeros estadillos de insolvencia". Así sería más fácil preservar sus activos e intentar reflotarla. Además, al haber actuado de forma voluntaria, el deudor se mantiene al frente de la compañía, aunque sus cuentas quedan intervenidas por los administradores concursales, que son quienes deciden a quién y cuándo hay que pagar. Sin embargo, si se trata de un concurso necesario (instado por uno de los acreedores), los propietarios de la empresa pierden sus poderes, son cesados y la administración concursal se hace con la empresa.
No resulta tan recomendable que una persona física solicite el concurso de acreedores, sobre todo si su problema es la falta de dinero. Y es que el procedimiento concursal lleva aparejado una serie de gastos que, unidos, representan una cantidad importante: en torno a los 12.000 euros para un pasivo de 30.000 euros, según Landín. Este importe es el que se destina al pago del abogado, el procurador, el administrador concursal y las correspondientes publicaciones oficiales en el BOE.
Una vez declarado el concurso, se paralizan todas las ejecuciones en contra del deudor, que sólo saldará sus deudas al finalizar el proceso. Lo recomendable es llegar a un acuerdo, que debe ser aprobado por la mitad más uno de los acreedores. De lo contrario, habría que acudir a un proceso liquidativo, vender todas las propiedades y repartir lo que quede entre los acreedores.
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