Escriben Jean-Marie Amat y Jean-Didier Vincent en su 'Nueva Fisiología del Gusto', que el cocinero cuando escucha a los pedantes de la cocina, siente el mismo cansancio que experimenta el profesor Vincent con la lectura de un mal libro o escuchando una pregunta mal formulada. El deseo de estos dos energúmenos es compartir su saber con el lector, si por casualidad hay un lector, o con el comensal si se da el caso. Hartos de escuchar siempre las mismas monsergas reivindican el buen gusto en la mesa, la receptividad, la mente abierta, el sentido del humor y buenas dosis del mejor aliño: litros de literatura y el hábito de la lectura que convierte el ejercicio de cocinar en algo más que puras y duras recetas repetidas una y mil veces hasta la extenuación. O el aburrimiento. La cuisine c’est beacoup plus que des recettes, nos lo dejó bien escrito Alain Chapel, el desaparecido chef de Mionnay. Ahora bien, a mí no me queda claro qué quiso decirnos el buen hombre. Aunque lo intuyo, si me pongo en plan Nero Wolfe (Rex Stout).
Efectivamente, cuando uno navega en barca destartalada por una vida de lecturas, relecturas y libros repletos de caviar, trufa, sopa juliana, Aigobulido, cebollas tiernas, Vichyssoise, Bullavesa, foie gras, timbales de macarrones, Cassoulet, lubina al hinojo, Chateaubriand, steak a la pimienta, patas de cerdo a la Sainte-Menehould, Osso Buco, liebre a la Royal, ortolanes y quesos de Brie, Camembert o Roquefort, se acumula, además de mucha hambre, un suma y sigue de escritores cuerdos —muchos de ellos— y dementes —la mayoría— que espesan esa pegajosidad a través de la cual la cocina se vislumbra, bien humana, lozana, auténtica y todo tipo de palabros que queráis adjudicarle. Más que hablar de filosofía y de todas esas cantinelas, a la hora de hablar o escribir de gastronomía, convendría echar mano a toda esa fauna literaria, que a fin de cuentas, también debe considerarse ingrediente principal, como los puerros. Todos sabemos que en la buena cocina hay ciencia y poesía, álgebra y fuego, deseo y memoria, además de todo aquello que uno quiera meter en el saco, un fardo que muchos creen que no tiene fondo de la de trastos que cargan en él. Sor Juana Inés de la Cruz descubrió en los fogones los secretos naturales y se lamentó de que Aristóteles no cocinara nunca. "Si hubiera guisado, mucho más hubiera escrito", afirmó la inteligente monja, para quién la cocina era, sí, un espacio filosófico, metafísico e incluso místico.
Entre lo poquito bueno que le hemos oído a Arturo Pérez Reverte, respondía rotundamente a la curiosidad de quien lo interrogaba sobre sus escritores contemporáneos favoritos: "Mientras queden clásicos por leer, tengo lectura de sobra". ¡Vaya filibustero! La enciclopedia francesa define al ilustrado como aquel que pisoteando todo prejuicio, tradición, consenso universal, autoridad, en una palabra, todo lo que esclaviza a la mayoría de las mentes, se atreve a pensar por sí mismo. En las cuestiones que aquí se tratan, a pesar de que los tiempos que corren no sean del todo propicios debido al alboroto, la lectura es una herramienta fundamental para que el cocinero pueda crear con más jolgorio sus propios espacios de libertad y devolver así al palabro cocina esa humanidad que se descoyunta, como los viejos y enfermos muros de piedra. La herrumbre y la humedad terminan de rematar cualquier cazuela.
Se debiera hablar más de literatura en todos estos congresos de reciente cuño que abundan por la estepa. Al más puro estilo Celtiberia Show (Luis Carandell), estas manifestaciones de júbilo gastronómico, podrían reclamarse mucho más reflexivas, sesudas e intensas y se me antoja que el lugar destacado para tanto y tanto párvulo cocinero debiera ser la butaca, bien sentados, peinados con la raya al medio y con predisposición para el disfrute y las ganas de aprender.
Haciendo gala de esa falta de prejuicios que muchas veces se reclama al feliz comensal y con una buena dosis de humildad, ansío la llegada del día en el que pueda reconciliarme definitivamente con el debate público sobre asuntos del comer. A las pruebas me remito: conforme he ido echando al macuto libros de Dumas padre e hijo, Grimod de la Reynière, Montaigne, La Bruyère, Voltaire, Prosper Merimée o Colette, los guisos me salen mejor. Parece como si el don celestial del buen gusto habitara de pronto en tus entrañas y se acomodara para no abandonarte jamás. Pero no sólo de literatura francesa puede uno alimentarse con excelentes resultados: Don Pedro, que era un cura de esos de sotana de sastre, fijador de pelo y abrótano macho en sus cabellos, siempre me advirtió de la presencia de la gastronomía en las Sagradas Escrituras. ¡Qué canalla! Creo que aquel tipo tentó al diablo para lograr que me interesara por los cuentos que leía y releía una y mil veces en el momento de la Eucaristía y pensó que sólo lograría retener mi atención en ellos si conseguía transmitirme la bondad culinaria del viejo pueblo hijo de Leví. Evidentemente, el tiempo me ha demostrado todo lo contrario, no sólo que el clero ha sido incapaz de predicar con el ejemplo, sino que las escrituras sagradas están repletas de cautela, intimidación y austeridad, sacrificio y mortificación, toda una parafernalia de actitudes absolutamente contradictorias con el deleite, la voluptuosidad y la buena mesa. Si las doce tribus de Israel hubieran buscado una tierra prometida de paisajes más grasientos y alcohólicos que unos simples arroyos de leche y miel o campos de trigo y mijo, me lo hubiera pensado. Os recuerdo que el pecador Zaqueo esperó a Jesús en una higuera. ¿Casualidad? ¿Qué es lo que buscaba el jodido en realidad?
Ya en aquella época de pantalones cortos, esas esperas bajo una higuera me sonaban a pamplinas, mis lecturas, además de los comics de Gallardo y Mediavilla, se reducían a viejos volúmenes que con discreta mano dejaban en casa a mi alcance en lugares de fácil acceso, como tentando a mi destino: sobre la mesilla, cerca de la Nocilla, junto a los guantes de fútbol, entre las tetas de los Interviús, en lugares estratégicos. Se produjo así el feliz encuentro con Luján, de la Serna, los hermanos Domingo, Cunqueiro, Muro, Perucho, Chirbes, Pla, Camba, Escoffier, Monselet, Brillat-Savarin o Careme. Me convertí en un yonqui del libro, la letra impresa y la tinta en vena. Mi destino cambió la ruta: pasé de la lucha libre, la zancadilla, la ahogadilla, el balón y la zambomba, a adoptar una postura más estática, sentado con la columna bien erguida y al abrigo de toda contaminación sonora, o sea, la típica postura del tocado mental que lee.
Ya por entonces, creí adivinar en mis entrañas a un apóstata en potencia, pero me obligaban a creer en Dios a base de buenas tortas con la mano abierta. E insistían en que buscara en la sabrosura del papel de Biblia, las primeras normativas dietéticas de la cultura occidental escritas en clave religiosa: debes ir al Antiguo Testamento y leer el Éxodo y el Levítico, me decía el de la mano abierta, retirándose sus pequeñas gafas de las cuencas de los ojos. Pero yo, que para entonces ya estaba seducido por el exceso de verborrea ilustrada de la sucia literatura francesa, no comulgué con todo aquello. ¿Qué incauto podía imaginar que cualquier libro que sugiriera tanta corrección y la prohibición de anudarse un babero para dar cuenta de un lechón asado o unas gambas al ajillo iba a formar parte de mis libros de cabecera? Allá dejaban claro que ese último percebe tibio cogido de la fuente o esa patata frita comida con pocas ganas, pero sin desmayo, tras dar buena cuenta de un par de huevos, era la señal del diablo: gula. Puse pies en polvorosa.
Leopoldo Bloom comía con entrega órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la sopa de menudillos, las mollejas de ternera, el corazón relleno y asado, los filetes de hígado fritos y las huevas de bacalao. Pero más que nada, le gustaba el riñón de cordero asado, que impartía a su paladar un fino saborcillo a orina. James Joyce nos presenta de este modo al protagonista de su Ulises, artefacto literario que transcurre en un fatídico y extraordinario dieciséis de Junio de 1904. Pero desde mucho antes de 1922, año en que Joyce decide ofrecernos su obra, literatura y gastronomía han ido de la mano. Desde las viejas cantigas en las que el receloso amante solicita con evidente impotencia verme necesitado de alimentar mi espíritu con pan y cuartillo de vino, pues a falta de los frutos del amor, confortadme con buenos condimentos, la escritura ha estrechado sus brazos al buen yantar o la gastronomía ha abierto su corazón a la literatura, vaya usted a saber, si es antes el huevo o la gallina, la ignorancia humana o la crucifixión. No podría ser de otra manera, pues la literatura no refleja más que ese ansia de toda condición humana por comer caliente y entregarse a los ardores del amor de alcoba. ¿Cómo escapar al alimento, si la falta de comida consume al hombre desde mucho antes que supiera sentarse y dejar constancia de su hambre por escrito?
Del siglo XV para acá, hay una tribu de escritores en lengua inglesa, francesa, italiana, alemana o rusa en cuyas obras se olfatea la gastronomía, breve o extensamente, abarcando desde la ficción al ensayo, del juicio culinario inteligente a la narración histórica o el pensamiento filosófico: Chaucer, Andrew Marvell, John Milton, Shakespeare, Swift, Ben Jonson, Henry Fielding, Samuel Johnson, Sir Walter Scott, William Thackeray, Charles Dickens, John Donne, Herman Melville, D.H. Lawrence, William Blake, Vladimir Nabokov, Roald Dahl, Thomas Pynchon, M.F.K. Fisher, Alan Davidson o Charles Lamb.
¡Quietos parados! Un inciso. Efectivamente, desdichadas listas, pensaréis, de qué sirven estas citas de libros, tantos autores y esta murga de referencias de ejemplares que, si algún inquieto pretende comprar se las verá y deseará con un librero que poco más hará que mamporrear en un teclado. ¡Desdichados! Qué más da. Si sirve para que en uno sólo de vosotros despierte a su monstruo, lector voraz y despiadado, entonces, sólo en ese momento mi misión divina se habrá cumplido. Y os engancharéis a esa puñeta de apagar la luz a las tantas de la madrugada.
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