Claro está que un plato de bacalao o de verduras en la mesa, se sirven primero para saciar el hambre o el apetito del comensal. Es el primer deber de la cocina: alimentar. Sin envenenar. En esas ha andado la humanidad hasta recientemente en Occidente, y en las mismas continúa en gran parte del globo, pues la hambruna persiste de puertas afuera. Es de entender que el cocinero se dedique a aportar aquello que falta: grasa, cuando es ella la que escasea, o sal, o proteína, o lo que sea. En territorios donde el hambre aprieta, la fiesta más apreciada del cocinero sucede cuando éste aporta lo que de ordinario más se añora: un trozo de carne sobre arroz con frijoles, por ejemplo. El festín está ligado a lo excepcional, a lo ausente, a lo inalcanzable o poco frecuente. ¿Pero qué ocurre cuando el hambre como tal desaparece y el acto de comer se convierte en asunto más cultural y menos primario?
Es en ese instante cuando surgen las respuestas de nuestros mejores cocineros. Es ahí donde aflora el estilo de cada cual. Los habrá quienes persigan la excelencia con la llamada cocina de producto, a través de la mejora infinita en la repetición del preparado, convocando para ello recuerdo y memoria, básicamente. Si se me permite, podríamos llamar a este tipo de profesional —y sin ningún desdén—, cocinero artesano, pues la mejora de la tradición es el eje central de su vía.
Es ésta una de las cocinas más apreciadas por la gula del gourmand que casi todos llevamos dentro. Es un camino infalible, siempre que se ejecute con rigor: con el mejor producto posible, y con la mayor atención en su preparación. Pero, así y todo, cansa.
El ser humano está necesitado de sombras para poder apreciar la luz, o de luz para poder poder apreciar la sombra, que lo mismo da. La ingesta continuada y diaria de este tipo de cocina artesana, provoca (al igual que todas las demás), una necesidad de huir de ella. Nadie podría mantener el placer tras una semana continuada ingiriendo este tipo de magnífica comida, si, bien es cierto, que esta clase de ingesta es de las más soportables en el tiempo.
El comensal tenderá a limpiarse ingiriendo comida menos apreciada, más gris, menos sabrosa, menos relevante. Sentirá la urgencia de purificarse. Tenderá a olvidar el placer de lo excelente, precisamente, para poder volver a ser capaz de encontrarlo más adelante, al cabo de unos días, probablemente. De modo y manera que, más que un alimento o plato determinado, el comensal perseguirá inconscientemente llegar a ser de nuevo el mismo que era antes. Volver al punto en el que era capaz de ansiar comer tal o cual plato o alimento, volver a los tiempos en los que el deseo era cierto y real.
Esta cuestión tan constatable en gastronomía, se da también en las artes: en la música, en la pintura, en la arquitectura, en la literatura… En todas ellas la memoria juega un papel esencial, pero la repetición no es suficiente. ¿ Se imagina alguien a un arquitecto, haciendo siempre la misma excelente casa repetida que construían sus antecesores? Hace falta salir de donde se estaba, para volver a ser capaz de conseguir la intensidad del gozo.
Es por ello que existe otra gran vía para la creación, también en cocina: lo nuevo, lo original, lo nunca visto. El cocinero que se considera creador, jamás se conformará — por excelentes que éstas sean—, con la repetición y mejora que sacian el alma del cocinero artesano. Buscará nuevos caminos, a veces incomprendidos, que requerirán por parte del comensal algo más que hambre y memoria.
Cuando Bach compuso "Las variaciones de Golberg" —que tan a gusto escuchamos hoy—, echaba un órdago a muchos de sus oyentes, que a duras penas decidían si aquella música tan nueva era realmente buena. No sabían si les gustaba o no.
Pongamos otro símil: el arquitecto Oscar Niemeyer, por ejemplo, domina como pocos el ángulo recto, pero se niega a su utilización y repetición. Prefiere la curva libre y sensual: «La curva que encuentro en las montañas de mi país, en la sinuosidad de sus ríos, en las nubes del cielo y en las olas del mar». ¿Pero qué demonios tendrá que ver una nube con un edificio?
Ocurre que Niemeyer no es únicamente un artesano sabio. Claro que domina la artesanía y es muy capaz de construir en ángulo recto, pero su trabajo implica bastante más. Con un edificio persigue otros asuntos, además del de cobijar: «conmoción, emoción, sorpresa, diferencia y poesía, cosas que no están sujetas a la escuadra y el cartabón».
De igual manera, hay cocineros con un planteamiento vital similar. Cocineros que persiguen otros asuntos, más allá de la mera alimentación y del placer repetido. Son cocineros que, por supuesto, conocen la cocina artesana, pero que quieren algo más. Como Niemeyer, como Bach, como todo creador comprometido.
El problema es que, al igual que el arquitecto o el músico avanzado, ellos, los cocineros, necesitan del comensal dispuesto que no siempre es fácil encontrar, sobre todo si éste se rige con un patrón único (memoria) a la hora de calibrar las propuestas. Se trata del comensal reduccionista, que únicamente acepta la vía artesana y se cierra a toda innovanción y desarrollo de su propia capacidad de percepción y emoción. En aras del placer únicamente fisiológico o gustativo, niega todas las demás vías en la cocina. Es el eterno reaccionario. Busca incesantemente una repetición que acabará un día por hartarlo. Y caerá en contradicción tras inflarse de comer tanto tocino y panceta chorreante.
En cocina, afortunadamente, también hay quien se preocupa de crear hoy maneras que serán tradición mañana, tradiciones que serán repetidas hasta la saciedad por los cocineros artesanos del futuro, para solaz de los zoquetes reduccionistas y reaccionarios, (máxime si además se trata de conversos), que seguro que también los habrá aunque se trate de tiempos nuevos. Y es que hay una cosa que no desaparecerá nunca: la estupidez humana.
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