Si abres Palomar por la página 69 -en ediciones Siruela-, podrás hacer cola en una fila de clientes que avanza a lo largo de un mostrador de quesería.
Quieren comprar ciertos quesitos de cabra que se conservan en aceite dentro de pequeños recipientes transparentes, condimentados con distintas especias y hierbas.Es una tienda cuyo surtido parece querer documentar cualquier forma de producto lácteo pensable; ya la enseña spécialités fromagères, con ese raro adjetivo arcaico o vernáculo, advierte que allí se custodia el patrimonio de un saber acumulado por una civilización a través de toda su historia y geografía.
Tres o cuatro muchachas con delantal rosado atienden a los clientes. Apenas una queda libre, toma a su cargo al primero de la fila y lo invita a declarar sus deseos; el cliente nombra y más a menudo señala, desplazándose en la tienda hacia el objeto de sus apetitos precisos y competentes.
En ese momento toda la fila da un paso adelante; y el que hasta ese momento estaba junto al blue d’Auvergne veteado de verde se encuentra a la altura del brin d’amour cuya blancura retiene briznas de paja seca pegadas; el que contemplaba una bola envuelta en hojas puede concentrarse en un cubo espolvoreado de ceniza. Hay quien de los encuentros de estas fortuitas etapas extrae inspiraciones para nuevos estímulos y nuevos deseos: cambia de idea sobre lo que estaba por pedir o añade una nueva voz a su lista; y hay quien no se deja distraer ni un instante del objetivo que persigue y cualquier sugerencia diferente que se le presenta le sirve sólo para delimitar, por exclusión, el campo de lo que tercamente quiere.
(…) A menos que no se trate de escoger el propio queso, sino de ser escogido. Hay una relación recíproca entre queso y cliente: todo queso espera su cliente, se presenta de manera que lo atraiga, con una capacidad o granulosidad un poco altanera, o por el contrario, derritiéndose en un sumiso abandono.
Una sombra de complicidad viciosa aletea en torno: el refinamiento gustativo y sobre todo olfativo conoce sus momentos de relajo, de encanallamiento, en que los quesos en sus bandejas parecen ofrecerse como en los divanes de un burdel. Una risita perversa aflora en la complacencia de envilecer el objeto de la propia glotonería con motes infamantes: crottin, boule de moine, bouton de culotte.
No es éste el tipo de conocimiento que el señor Palomar se inclina a profundizar más: a él le bastaría establecer la simplicidad de una relación física directa entre hombre y queso. Pero si en lugar de los quesos ve nombres de quesos, conceptos de quesos, significados de quesos, historias de quesos, contextos de quesos, psicologías de quesos, si -más que saber- presiente que detrás de cada queso hay todo eso, entonces su relación se vuelve muy complicada.
La quesería se presenta a Palomar como una enciclopedia a un autodidacta: podría memorizar todos los nombres, intentar una clasificación según las formas -de jabón, de cilindro, de cúpula, de bola-, según la consistencia -seco, mantecoso, cremoso, veteado, compacto-, según los materiales extraños que intervienen en la corteza o en la pasta -uvas, pasas, pimienta, nueces, sésamo, hierbas, moho-, pero esto no lo acercaría un paso al verdadero conocimiento que reside en la experiencia de los sabores, hecha de memoria y de imaginación juntas, y solamente a partir de ellas podría establecer una escala de gustos y preferencias y curiosidades y exclusiones.
Detrás de cada queso hay un pastizal de un verde diferente bajo un ciclo diferente: prados con una costra de sal que las mareas de Normandía depositan cada noche; prados perfumados de hierbas aromáticas al sol ventoso de Provenza; hay diferentes rebaños con sus estabulaciones y trashumancias; hay secretos de elaboración transmitidos a través de los siglos. Esta tienda es un museo: el señor Palomar visitándolo siente, como en el Louvre, detrás de cada objeto expuesto la presencia de la civilización que le ha dado forma y que de él toma forma.
(…) Saca del bolsillo una libreta, un lápiz, comienza a escribir nombres, a indicar junto a cada nombre algunas cualidades que permitan evocar la imagen en la memoria; trata incluso de trazar un boceto sintético de la forma. Escribe pavé d’Airvault, anota moho verde, dibuja un paralelepípedo chato y en un lado anota 4 cm circa; escribe St. Maure, anota cilindro gris granuloso con un palito dentro y lo dibuja, midiéndolo a simple vista 20 cm; después escribe chabichou y dibuja un pequeño cilindro.
-¡Monsieur! ¡Huhu! ¡Monsieur!
Una joven quesera vestida de rosa está delante de él, absorto en su libreta. Es su turno, le toca a él, en la fila a sus espaldas todos observan su incongruente comportamiento y sacuden la cabeza con el aire entre irónico e impaciente con que los habitantes de las grandes ciudades consideran el número cada vez mayor de débiles mentales que dan vueltas por las calles.
El pedido elaborado y goloso que tenía intención de hacer se le escapa de la memoria; balbuce; condesciende a lo más obvio, a lo más trivial, a lo más publicitado, como si los automatismos de la civilización de masas no esperaran sino ese momento suyo de incertidumbre para volver a tenerlo a su merced.
Calvino murió, sí, pero Iban es su profeta.
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