Afortunadamente no arrastro la misma enfermedad de la que adolecen mi querido padre y Manuel Allue, yonquis de chamarilería y mercadillo que con cachava en mano mueren por la caza furtiva y pesca de enseres de ortopedia inútil. O lo que se tercie. No se conocen, pero harían migas, me apuesto un pie con su juanete.
Reconozco que deambular por un mercadillo tiene su aquel, pero se paga caro el peaje, pues se ha de salir de casa cuando no están aún puestas las calles. El cazador de trastos sueña con dar presa a tesoros de incalculable valor, a sabiendas de que poca cosa podrá llevar de vuelta a casa: nada más una mañana que anotar en la cartilla personal propia y contable de tiempo bien aprovechado. Nada menos, sí, pero el domingo es domingo.
Desde mi cocina es una república deliciosa en la que gobierna un tipo que imagino elegante y de buen porte, pelo cano, camisa ajustada, pantalón pardo de pana y alpargata, sin reloj en la muñeca. Y que cuando para en casa, revienta el giradiscos con música divina que adormece a un patio entero de niños hambrientos y sed de Fanta en lata.
En su impagable blog cita Allue a Lampedusa, y sin dar más pistas, me hace la boca agua con un timbal de macarrones sorrentino, el del príncipe de Salina en su verano airado, al inicio de El Gatopardo.
Casualidades de la vida, guardo ese texto en la memoria y archivo de documentos, departamento glotonio que poda, riega y custodia Sonia, musa miss Noruega, mujer de rompe y rasga a la que se quiere en estéreo, en todos los idiomas del mundo: amor polifónico lo llaman los del Orfeón Donostiarra.
Al lío, dice así:
Pero dejando aparte la buena crianza, el aspecto de aquellos monumentales pasteles era bien digno de evocar estremecimientos de admiración. El oro bruñido de la costa tostada, la fragancia de azúcar y canela que trascendía, no eran más que el preludio de la sensación de deleite que se liberaba del interior cuando el cuchillo rompía la tostadita capa: surgía primero un vapor cargado de aromas y asomaban luego los menudillos de pollo, los huevecillos duros, las hilachas de jamón, de pollo y el picadillo de trufa en la masa untuosa, muy caliente, de los macarrones cortados, cuyo extracto de carne daba un precioso color gamuza.
El comienzo de la cena fue, como sucede en provincias, de recogimiento. El arcipestre se santiguó y se precipitó de cabeza sin decir palabra. El organista absorbía la suculencia del alimento con los ojos entornados; estaba agradecido al Creador porque su habilidad en fulminar liebres y becadas le proporcionase de vez en cuando semejantes éxtasis, y pensaba que con el importe de sólo uno de aquellos timbales él y Teresina habrían vivido un mes.
Angelica, la bella Angelica, olvidó los remilgos toscanos y parte de sus buenas maneras y devoró con el apetito de sus diecisiete años y con el vigor que le confería el tenedor, agarrado por el medio.
Tranceti, intentando unir la galantería con la gula, procuraba imaginarse el sabor de los besos de Angelica, su vecina, en el de las descargas aromáticas del tenedor, pero se dio cuenta inmediatamente de que el experimento no era agradable y lo suspendió, reservándose resucitar estas fantasías para el momento de los dulces.
El príncipe, aunque abstraído en la contemplación de Angelica, que estaba sentada frente a él, tuvo ocasión de advertir, el único en la mesa, que el demi-glace estaba demasiado cargada y se propuso decírselo al cocinero al día siguiente. Los otros comían sin pensar en nada, y no sabían que la cena les parecía tan exquisita porque un aura sensual había penetrado en la casa.
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