Desde muy chico hice los recados de casa escritos en listas que mi vieja apuntaba con lápiz y que debía subir desde el barrio de la marina en un canasto.
Queso de Burgos, yogur, jamón de York, puerros, lechugas, acelgas, bolsas de leche Gurelesa, latas de paté picante de cerdo, cabeza de jabalí, queso del país, pan, aceite, vinagre, palillos planos, sardinas viejas, latas de anchoilla, pescadilla abierta y limpia en filetes con su cabeza, gallos sin piel y sapo para rebozar, galletas María, sal.
Renglón y aparte, doble raya bien marcada: en aquella lista mi madre escribía al final nombres de frutas y verduras que debía elegir jugándome la vida, con sumo cuidado, bajo pena de asesinato. Hasta les dibujaba un ojo al lado, con sus pestañas, en señal de alerta. Los hombres de mi casa hemos sufrido mucho este asunto, -maldita la gracia-, y sudado la gota gorda con la responsabilidad de arrimar a casa buenos melocotones, jugosos albaricoques, manzanas de buen porte y tomates en su punto exacto de maduración: ni rojos, ni verdes, poco arrugados, pedúnculo fresco, base plana y con un rosario de requisitos varios que descojónate tú de las características organolépticas del uranio colado en el momento de su fusión.
Calzo ya casi cuarenta tacos y ahora soy yo quien da consejos sobre fruta y verdura o reparte recetas a diestro y siniestro: en la calle, en este blog, por teléfono, mail, libros o tele.
Qué jodienda elegir melones, sandías o nísperos. ¡Qué drama! Sufrir es poco, si hicieras moviola y pudieras verme, te partirías la caja: apretaba sus extremos y acercaba las piezas al oído, como si la filarmónica berlinesa ensayara dentro, manda huevos. Me temblaban las rodillas, el pulso y martilleaba en mí el último consejo de la vieja antes de salir de casa,
-¡huele y escoge bien la fruta, que me traes cada patata!
Calzo ya casi cuarenta tacos y ahora soy yo quien da consejos sobre fruta y verdura o reparte recetas a diestro y siniestro: en la calle, en este blog, por teléfono, mail, libros o tele.
Ayer compré unos filetes de rape a mi pescadera. Para resucitar a un muerto, vaya lomazos. Me gusta regalar pescado a mi madre, que cada vez tiene más casta, ¡vaya tía!
Entro en su casa y allá está en la cocina, de mal gas, algo la tiene perturbada. Dos besos. Te traigo pescadito, -le digo-, ya verás qué filetes. Me sonríe -qué guapa estás, le digo-. Y mientras esto ocurre, lector que esto lees, entra por mis ojos un frutero lleno de paraguayos que revientan de gordos y lustrosos. Hace calor, es mediodía y tengo sed. Al carajo el agua, -pienso-. Cojo un paraguayo -sueño con su zumo-, y en ese preciso momento, la vieja lanza sapos y culebras contra la pobre fruta: no está buena, no la comas, no ves que está dura y sosa, en esta casa nunca hay buena fruta, -dice-.
Se me hiela la sangre. Son mi padre y mi hermano pequeño -¡qué grandes!-, los que llenan, hoy, el frutero. No hago caso, cojo la prensa y voy al porche, bajo el magnolio. Muerdo el paraguayo y está jugoso, dulce, fresco, delicioso. Su pulpa se desliza por mi lengua y la refresca. Apuro el hueso y lo rechupo.
Y pienso que a través de la fruta, mi madre nos habla: quiere decirnos que está cansada, que la convivencia es dura.
Pero estamos vivos. Y ella muy guapa.
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David de Jorge y Hasier Etxeberria, autores del libro "Porca Memoria" (Ed. RBA), publican y guardan aquí sus inspiraciones gastroliterarias. O algo así.
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