Atrapados en un rol

Dicen en Cádiz que cuando llega el carnaval la gente se quita la careta. Parece paradójico, pero tiene su sentido. La mayoría vivimos de acuerdo a una imagen que hemos ido formando en la interacción con los demás. Mostramos algunas partes de nosotros mismos y ocultamos otras. Como la luna, todos tenemos una cara oculta que nunca enseñamos, en ella están todos aquellos aspectos que no nos gustan de nosotros y también aquellos que nos gustan pero no nos atrevemos a enseñar. Están nuestros complejos y todo lo que consideramos inadecuado, inapropiado, censurable o vergonzoso. En el carnaval todo está permitido y se manda de vacaciones al yo convencional.

También tenemos en nuestra personalidad aspectos apenas desarrollados, potencialidades inadvertidas que no ponemos en marcha y que nos harían crecer en nuestro proceso de autorrealización. La personalidad podríamos compararla con una de esas muñecas rusas, que llevan en su interior otras muñequitas más pequeñas cada vez. Cada una de esas 'matriuskas' podríamos compararlas con un rol que somos capaces de desempeñar y, por lo tanto, mientras más roles más riqueza, más flexibilidad, más espontaneidad y más capacidad para adaptarnos. Sin embargo con demasiada frecuencia andamos siempre ejercitando el mismo rol. Hay quienes nunca salen del papel de trabajador incansable, otros que no abandonan jamás el papel de padre intransigente o el de madre protectora. Los hay que están siempre cabreados, como aquel pitufo gruñón de los dibujos animados; y los hay que andan siempre de pesca, de caza o seduciendo. Uno acaba haciéndose experto en lo que practica y es saludable para nuestro psiquismo practicar muchos roles y no quedar preso de uno solo. «Nada en demasía» es una sabia sentencia que compartirían tanto estoicos como epicúreos.

Con la edad uno «se ajamona» o «se amojama». Esto vale para el cuerpo y por regla general solemos ajamonarnos, ganando cada vez más peso y haciéndonos paulatinamente más pícnicos. En lo psíquico también nos enfrentamos conforme vamos ganando años a otra disyuntiva, o crecemos en desarrollo personal siendo cada vez más ricos y flexibles psicológicamente o nos caricaturizamos estando cada vez más rígidos y anquilosados. Me temo que eso de ser caricaturas de nosotros mismos es desgraciadamente más fácil, sólo hay que dejarse llevar por la inercia. Lo que exige esfuerzo es ir contracorriente y afanarnos en limar y limar nuestras aristas caracterológicas. Podemos ser alfareros de nuestra propia personalidad. Y aunque algunos no lo crean, la personalidad se puede cambiar, porque es una estructura dinámica. «Somos siempre el mismo, pero nunca lo mismo», decía Kant, expresando así la continuidad y el cambio en nuestro «yo».

Como todo lo realmente valioso, esto de crecer psicológicamente, este avanzar en el desarrollo personal, es algo difícil de conseguir. Precisamos en primer lugar ser conscientes de nuestros defectos, de ahí la importancia del «conócete a ti mismo», el auténtico pilar básico de la filosofía socrática. Si sabemos dónde está el error estaremos en mejores condiciones para resolverlo o superarlo. Pero también necesitaremos paciencia, porque se trata de modificar rasgos de nuestra forma de ser y es obvio que algo así no se consigue de la noche a la mañana.

Recientemente me topé con una imagen de la paciencia que me sorprendió, se trata del cultivo del bambú japonés. Los agricultores japoneses que se dedican a este cultivo tienen que estar durante siete años trabajando pacientemente los campos porque ésa es la duración del proceso de crecimiento de esta planta que llega a alcanzar una altura de 20 metros. Lo curioso es que prácticamente todo el crecimiento se produce en las últimas semanas del séptimo año. Saben esperar, manteniéndose en la tarea.

*El doctor Benito Peral es psiquiatra clínico y colaborador de soitu.es