A toro pasado

"Que no cuente conmigo", le dijo Acebes a Rajoy nada más darse cuenta de que Rajoy no contaba con él. Un ataque de cuernos que tuvo su momento cumbre en la televisada sonrisa de despedida, tan afeminada como falsa. Acebes, incapaz de superar las felonías cometidas entre el 11 y el 14-M, ha quedado en manso.

Un cabestro más en este país de profundas raíces taurinas. Es decir, en este país patético, incapaz de librarse para siempre de una de las formas de tortura más repugnantes del mundo: aquella que justifica el martirio de animales con argumentos como espectáculo, arte o tradición. Matar no es arte, no debería ser espectáculo, sólo es una tradición bárbara. Las imágenes de un grupo de antitaurinos, que saltaron al ruedo de Las Ventas para interrumpir la sesión de tortura, han dado la vuelta por todas las televisiones. Escenas patéticas de una España en blanco y negro, con el banderillero arrancando las pancartas, los areneros tapando la sangre, las viejas moscas sobrevolando otra vez nuestras cabezas…

Manuel Vicent escribió el pasado domingo su habitual columna antitaurina, en la que propinaba un sutil e inteligente mamporro a Sabina y Serrat, miembros de la izquieda aficionada al suplicio. David Gistau, clon de Jiménez Losantos en proceso de formación, escribe sobre el tema con su habitual mezcla del peor Umbral y el habitual Raúl del Pozo: "el antitaurinismo progre es una pulsión igual de pijita y burguesa que identifica lo español con lo incivilizado y, en consecuencia, con lo de derechas, que viene a ser lo mismo".

¡Qué razón tiene el joven Gistau! No se me ocurre mejor ejemplo que los toros como muestra para identificar España con lo incivilizado. Bueno sí… ¡Franco! Como a perro flaco todo son pulgas, al dictador le crecen los enanos (¿sería es correcto el término autocrecimiento?) y le acusan de las sinvergonzonerías más atroces. No, no hablo de la Memoria Histórica. Hablo del montaje que el pequeño gran sátrapa tuvo que hacer, según declaraciones de José María Íñigo, para que Massiel ganase el festival de Eurovisión. Al parecer los directivos de TVE compraron series de televisión a los países más necesitados, sin pensar en emitirlas jamás, simplemente para garantizarse sus votos.

Ya me estoy imaginando a Emilio Aragón y Buenafuente de viaje por Moldavia, Bielorrusia y Malta, con el talonario echando humo de tanto comprar ficción en nombre de Chikilicuatre…

Un motivo para no ver la televisión

Las cataratas del Coppermine
Autor: McKay Jenkins.
Editorial: Océano.

La bibliografía sobre las regiones polares es enorme. Tan grande como las gestas que han tenido lugar en esos lugares remotos, escenarios perfectos para las andanzas de exploradores y aventureros. Hoy no voy a hablar de 'El peor viaje del mundo', de Apsley Cherry-Garrard, un absoluto clásico de la literatura de viajes sobre la expedición de Scott al polo Sur que recomiendo siempre que tengo ocasión. Hoy voy a hablar de una obra absolutamente desconocida (para mí) en la que se mezclan la aventura, el misterio y la historia.

'Las cataratas del Coppermine' es una narración trágica de exploración en el Ártico y, también, de un juicio legendario en la Norteamérica de comienzos del siglo XX. Sólo les diré que empieza contando la misión emprendida por dos sacerdotes católicos en 1913 para convertir al pueblo esquimal. Una misión de corto recorrido, puesto que a los tres días de llegar a su destino son asesinados. Pero la cosa no acaba ahí: les arrancaron el hígado y se lo comieron. Dos años después del crimen, un agente de la Policía Montada encabeza una expedición de cinco mil kilómetros para buscar a los desaparecidos. No les contaré más: sería como desvelar los vericuetos de una novela negra. Y ésta lo es, o casi. Una colosal historia cargada de épica sobre un mundo hostil. Y sus habitantes, los últimos cazadores-recolectores del norte de América.