Tengo 50 años y adoro a Harry Potter

Tengo 50 años y adoro a Harry Potter, pero he tenido que pagar bastante para ser capaz de hacer esta afirmación rotunda. Bueno, el precio no llegó al millón de dólares, pero el coste del sentido del ridículo fue casi tan caro.

(EFE)

El último Harry Potter, recién encuadernado.

Estaba en Canterbury en el verano de 1997 cuando estalló el fenómeno creado por Jane K. Rowling, una madre separada y treintañera que estaba sin trabajo. Jane aprovechó el paro para escribir la historia del niño mago, Harry, y sus dos amigos, Ron y Hermione. Compré 'La piedra filosofal' junto a mis sobrinos adolescentes y mi hija mayor --todos intentábamos aprender inglés, ellos con más éxito que yo--. Era un fenómeno observarles leyendo, sin despegar los ojos del libro. ¡Y en inglés! Lloraban, reían, comentaban entre ellos, pero no soltaban el libro. Mi sobrino Guillermo tenía 11 años, la otra sobrina, 14 y mi hija no llegaba a los seis. Los dos mayores contaban la historia a la pequeña, que seguía apasionada las aventuras en Hogwarts. Para colmo, Guille daba clases en un colegio, St Edmund's, que tenía un cierto parecido con el mítico Hogwarts

Después de ver tanto apasionamiento y leer las entrevistas realizadas a la tal J.K Rowling, no pude resistirlo. Abandoné mis sesudas novelas --en español, claro-- y los ensayos preparados para el verano, y me arranqué en inglés con 'La piedra filosofal'. A partir de ese momento, las tardes a la vuelta de las clases con todos sentados alrededor de la única mesa que había en el apartamento, con los silencios trufados de carcajadas mientras disfrutábamos de la lluvia del verano británico forman parte del imaginario colectivo de mi tribu.

En cuanto a mí, lamenté una y mil veces que la idea del mundo muggle , la manera coloquial dentro de la comunidad mágica de llamar a las personas que carecen de poderes mágicos, y el mundo de Harry no se me hubiera ocurrido. Porque yo siempre había querido ser Hermione, una sangre sucia, mezcla de realidad y fantasía.

Fascinación escondida

Volvimos a Madrid, y durante un invierno entero oculté a mis sesudos compañeros de redacción --entonces trabajaba en un gran periódico de papel-- y a los amigos economistas, pensadores e intelectuales mi pasión por la historia de Rowling. Resultaba poco serio que alguien que hacía periodismo económico y leía temas ¿profundos? confesara esas debilidades.

Pero al verano siguiente, mis chicos y yo regresamos a Canterbury. Nos apuntamos al fin de semana en Londres, cuando se festejaba la salida del segundo libro, 'Harry Potter y la cámara secreta' y las calles estaban tomadas por niños con gafas negras redondas, escobas y gorros de brujas. Nos lo pasamos mejor que pipa. Para colmo, en el metro observé como señores y señoras de 30 y 40 años que se dirigían a trabajar a la 'city' cada mañana, y unos cuantos que ya peinaban canas llevaban el segundo tomo de Harry en las manos. ¡Bien! Tenía argumento para salvar mi sentido del ridículo de una señora madura enganchada a una serie de libros de niños, que encima estaban escritos por una primeriza. Para los críticos, Rowling no era Cornelia Funke o Roald Dahl.

De regreso a Madrid, harta de disimulos, comencé a reivindicar a Rowling y su mundo, a la pasión con que los adolescentes, niños y algunos adultos-niños esperábamos el siguiente libro cada año; a navegar por la red --internet tenía dos o tres años en España-- en busca de las pistas que el resto de los "potterianos" del mundo ofrecían sobre el tercer tomo.

Hoy, a las 18:30, sale a la calle el último tomo de Harry Potter y Hermione. La modesta Rowling es la mujer más rica de Inglaterra --por encima de la reina Isabel incluso-- y vive una segunda vida discreta. Los críticos literarios más listillos comienzan a reconocerla --ni falta que hacía, por cierto-- y a mí se me caerá una lagrimita esta tarde, cuando compre el séptimo tomo en español --mis hijos ya son mayores y se saben el final gracias al inglés-- y piense que puede ser mi penúltima oportunidad para sentirme una niña mayor.