El poder parece ser el verdadero meollo de la vida en sociedad. Para comprobarlo sólo hay que asomarse a los informativos o a las portadas de cualquier periódico, aquí o en cualquier otro lugar del planeta. Los episodios bélicos, las contiendas electorales, los cónclaves para nombrar nuevo Papa o las competiciones deportivas suelen ser los acontecimientos que están en primera plana. Todos ellos son ejercicios de poder.
La vida misma, decía Niestzsche, es voluntad de poder. Sin ser tan extremos diríamos al menos que el poder es uno de los factores motivadores de la conducta humana. Y sin embargo, aunque todos lo sabemos, hay la tendencia a un ocultamiento férreo en el ámbito de la política. Los políticos tienden a negar o enmascarar su deseo de poder, su ambición. Suelen decir que su única motivación es procurar el bienestar de sus conciudadanos, servir al pueblo. ¿Por qué no reconocer que su vocación es gobernar a gentes, dirigir, liderar? Todos lo sabemos y es estúpida la pose, el disimulo. No ocurre así en el ámbito del deporte o de la empresa, donde nadie oculta su legítima aspiración por dominar y vencer.
Otra cosa que llama la atención en los políticos es la metamorfosis que operan cuando llegan al poder. Aquí en España se le ha llamado el síndrome de la Moncloa. Pareciera que en aquel palacete madrileño habita un germen muy virulento que produce en los residentes una megalomanía progresiva: todos llegan humildes y acaban endiosados, aislados, distanciados y enrocados en su torre de marfil. Mientras están en pos del cetro suelen mostrarse cercanos y sintónicos, sólo hay que asomarse a las campañas electorales y ver el besuqueo imperante; pero cuando arriban al poder, cuando se aferran al mando, la distancia aumenta y todo se llena de púrpura y protocolo. Y es que el poder tiene un factor transformador en las personas. Los clásicos decían que para conocer el verdadero carácter de alguien hay que darle poder.
Se ha hablado mucho de la erótica del poder y hay quien asegura que el poder es el más fuerte de los afrodisíacos. Dicen los que lo han experimentado y se atreven a confesarlo que nada produce tanta atracción y tanto apego como el poder. Algunos psicoanalistas hablan de estructuras perversas para referirse a aquéllas en las que un sujeto queda atrapado por un objeto que le produce un placer tan extraordinario como único: el poder sería pues algo perverso. Hay de hecho una perversión sexual, parafilias se les llama ahora a esos trastornos, que es el sadomasoquismo donde se aúnan sexo y poder. Es tan fuerte que el viejo profesor Tierno Galván dijo que el poder impregna de indiferencia todo lo que no es poder.
Muchos parecen intuirlo y no se detienen ante nada con tal de conseguirlo. Son capaces de sacrificar por ello incluso su libertad, lo cual parece absurdo como lo sería sacrificar la salud por las riquezas. ¿Por qué atrae tanto? El poder, la pasión por mandar, por dominar, es el pecado capital por excelencia, o mejor, con el poder disponemos de la moneda con la que comprar, tener o experimentar casi todo, incluidos algunos pecados capitales especialmente tentadores. Y hablando de pecados, detrás del poder está el pecado de Lucifer, la soberbia. Soberbio es quien se tiene por superior, quien se siente y se cree más que todos los que le rodean y menosprecia a los demás. Desde el punto de vista de la Psicología dinámica, la soberbia esconde una necesidad, la necesidad de ser más. Y toda necesidad es señal de una falta, de una carencia profunda. En el caso del soberbio lo que habría en el fondo, en el inconsciente, sería una inseguridad nacida de un sentimiento de inferioridad. Y de ahí su necesidad imperiosa por ser más que los demás. Parece rebuscado, pero no lo es tanto, es el dime de qué presumes y te diré de lo que careces.
El poder, sin embargo, es necesario. Decir esto puede resultar molesto en una época donde se habla continuamente de igualdad de derechos, pero las jerarquías son necesarias y la mayoría de los sistemas humanos funcionan mejor con estructuras jerárquicas. Hay personas que saben ejercer el poder de una forma positiva, ese poder es autoridad. No caen en la prepotencia, ni en la arrogancia, ni en la soberbia. Lo que despiertan en los demás no es temor, ni miedo, ni envidia, ni rebeldía sino respeto y a veces hasta admiración. Afortunadamente el psiquismo humano no sólo es voluntad de poder, también el amor en el sentido más amplio, el bien, es factor dinamizante de nuestra conducta. El poder se puede ejercer desde el área del bien, sin subyugar, sin coaccionar, entonces es autoridad. La degeneración perversa de la autoridad sería el autoritarismo, el ejercicio del poder desde el área del poder.
Terminaré con una obviedad, con una verdad de Perogrullo, pero ojo que son esas verdades, decía Ortega y Gasset, las únicas verdades. Lo ideal es que el poder se otorgue a personas con verdadero altruismo, que no sólo tengan las manos limpias sino también la mirada, que vengan a servir y no a ser servidos, que vean en el cargo una carga temporal que merece la pena llevar por amor a los demás y no una simple oportunidad para medrar.
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