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Otra reforma laboral es posible

Archivado en:
economia, trabajo, politica, sociedad
Actualizado 06-10-2009 18:58 CET

El discurso neoconservador predica a diario la necesidad de efectuar una reforma laboral. Pero la lógica de tal propuesta es muy endeble. En efecto, dado que la actual crisis económica no se produjo por un fallo en el sector asalariado, sino en el financiero-especulativo, si lo que se pretende es arreglar la avería del sistema resulta absurdo reparar una parte que no está rota. Una reforma laboral no debe pasar por incrementar la precariedad, sino por cambiar de base el sistema de protección social, de forma que se garantice un ingreso mínimo eliminando las trampas del desempleo.

Uno de los indicios que sugieren que la economía es actividad mucho más relacionada con la opinión que con la ciencia, es la gran cantidad de sentencias lapidarias, que no demostraciones lógicas, que se emiten desde los ambientes considerados económicamente correctos. O sea, económicamente interesados en obtener un beneficio a costa de otros. Entre estas sentencias lapidarias destaca la que sostiene que, para salir de la crisis, es imprescindible llevar a cabo una reforma del mercado laboral.

No hace falta ser un verdadero científico como Kurt Gödel o Bertrand Russell para advertir la debilidad del argumento lógico que defiende la necesidad de una reforma laboral. Un estudiante de bachillerato no contaminado ideológicamente fácilmente llegará a la siguiente conclusión: puesto que la actual crisis económica no se produjo por un fallo en el sector asalariado, sino en el financiero-especulativo, si lo que se pretende es arreglar la avería del sistema resulta absurdo reparar una parte que no está rota.

Lo que sí es constatable es que, una vez que los especuladores han metido la pata (o la mano) hasta el corvejón con sus manejos, la avería producida en la máquina productiva repercute en el artefacto del empleo, expulsando de los centros del trabajo a millones de trabajadores. Trabajadores, por cierto, de los que sus empleadores se sentían orgullosos cuando la maquina giraba al máximo de revoluciones.

En esta ocasión, la avería ha sido de tal magnitud, y la identidad de quienes la han causado tan evidentee, que, exceptuando a la ultracutrería mediática de guardia, ni siquiera el principal partido del conservadurismo ha tenido valor para oponerse a la medida por la que el Gobierno ha ampliado la cobertura de prestaciones sociales a los parados. Dicho sea de paso, clamaría al cielo en el que creen de oficio los conservadores, que esa gente acostumbrada a pagar facturas de cien euros (*)en el restaurante, se negara a dar cuatrocientos a quienes han perdido su fuente temporal de ingresos. Y escribo ‘temporal', porque en nuestra sociedad, el derecho al trabajo no es más que una mera jaculatoria jurídica. En la realidad, el empleo privado es siempre temporal, ya que si no fuera temporal nadie lo perdería. Teorema cuya paternidad no hay que buscarla en Gödel, sino en el modesto y perspicaz Perogrullo. Y que confirma con lenguaje tecnocrático un reciente informe del Banco de España señalando que "el ajuste del empleo continuó afectando principalmente a los asalariados con contrato temporal, los trabajadores con contrato indefinido han registrado por primera vez en esta fase recesiva tasas de variación interanual negativas".
Se quejan muchos comentaristas de que hay muchos desempleados que no aceptan empleos de baja calidad y prefieren cobrar el subsidio. No comprendo muy bien la extrañeza, algo farisea, de tales críticas. ¿Acaso la condición de desempleado ha de llevar inherente la estulticia? La primera de todas las tendencias humanas es la de no empeorar conscientemente su situación. Los darwinistas sociales deberían aplaudir necesariamente a quienes hacen gala de su habilidad para la supervivencia.


Las trampas de pobreza

Es precisamente la naturaleza condicional de los sistemas asistenciales de rentas mínimas de inserción y subsidios de desempleo la que produce el efecto de desanimar a la gente a buscar un trabajo. La leyenda negra tejida en torno a quienes malviven con estas rentas sugiere que los perceptores prolongan indebidamente la situación para vivir a costa del presupuesto público sin dar un palo al agua.

Esto podría ser cierto en el caso minoritario de individuos que tuvieran una clarísima vocación de pobres, ya que la cuantía de este tipo de rentas se establece en niveles lo suficientemente bajos como para desanimar a la gente a vivir de ellas. Más allá de la colección de tópicos gratuitos, las investigaciones de campo realizadas con objetividad concluyen que la verdadera razón por la que los perceptores de estas prestaciones se “enganchan” a ellas no obedece a una especial proclividad a la molicie. Más bien es el propio sistema el que los atrapa en lo que se ha denominado trampas de pobreza (poverty traps) o trampas de desempleo (unemployed traps).

Por definición, tanto las rentas mínimas de inserción como los subsidios por desempleo están sujetos a la condición de que el perceptor no efectúe ningún tipo de trabajo remunerado. Lo que significa que si a un perceptor de la ayuda se le ofrece la oportunidad de efectuar algún pequeño trabajo se enfrenta a un tremendo dilema: si acepta el trabajo perderá el subsidio y volverá a la pobreza; si rechaza el trabajo mantendrá el subsidio, pero como su cuantía está por debajo del umbral de pobreza, seguirá sumido en ésta. No estamos hablando, por supuesto, de un empleo bien remunerado, sino de alguna actividad eventual que le permitiera complementar el magro ingreso del subsidio.

Esto conduce a una situación dramática. Los perceptores de una renta de este tipo, lograda tras superar arduos trámites administrativos, no pueden permitirse el lujo de perder esa ayuda por una eventualidad pasajera. Por ejemplo, aceptar un empleo de tiempo parcial o completo (más abajo, un amable lector precisa lo de 'parcial') cuyo salario neto, aproximándose al nivel del beneficio neto, suponga para el interesado la pérdida de la totalidad del beneficio.

La gente que se halla en situación de precariedad no suele estar titulada por las escuelas de Economía, pero echa sus cuentas con mucho más realismo que muchos críticos de gabinete. Si a una persona que percibe un subsidio de 420 se le ofrece un salario de 600, que una vez efectuada la retención fiscal se queda en 580, es normal que lo rechace ya que el hecho mismo de trabajar genera costos adicionales (transporte, comida fuera de casa, guarderías, etc) que anulan el diferencial de beneficio obtenido con la venta de tiempo vital. Ante el dilema, la opción más frecuente suele ajustarse al principio de “más vale pájaro en mano”. Optar por la ayuda oficial asegura al menos cierta continuidad en la obtención de un ingreso.

Un problema adicional surge desde el momento en que las ayudas nunca son individuales, sino que, por regla general, el test de recursos se aplica sobre el ingreso conjunto del grupo familiar. En este caso, la condicionalidad también desalienta la aceptación de empleos de tiempo parcial o temporales por parte de uno u ambos miembros del grupo, para evitar superar el tope por encima del cual se verían privados del subsidio.

Las prestaciones condicionales tampoco permiten a sus beneficiarios emprender algún tipo de iniciativa empresarial. La ayuda les sería retirada desde el mismo momento en que emprendieran una actividad con fines de lucro aunque no obtuvieran beneficios, como suele ser habitual durante la puesta en marcha de un negocio. Ese puritanismo que inspira la normativa de prestaciones entra en franca contradicción con el espíritu capitalista del enrichessez vous.

Este conjunto de factores determina que quienes quedan atrapados en estas trampas del desempleo o de pobreza se vean fuertemente desincentivados a trabajar: sólo pueden escapar a la pobreza si logran conseguir un empleo cuyo salario (previo a las deducciones impositivas) sea considerablemente superior al nivel del beneficio. Ningún empleo (de tiempo parcial) cuyo salario (pre impuestos) esté por debajo de cierto umbral supondrá una recompensa monetaria para quienes dependen de la asistencia social.

Un efecto colateral es el fraude, cuya forma más habitual consiste en completar los ingresos del subsidio con algún trabajo sin registro —trabajo negro o sumergido—. Espoleados por la necesidad, parece lógico que muchos individuos recurran a las artimañas a su alcance para atenuar los efectos negativos de la trampa. Una concepción inteligente del sistema de protección social debería corregir esas trampas generadas por el propio sistema.


La renta básica de ciudadanía (RBC), propuesta que cada vez gana más adeptos ante el fracaso del sistema de distribución de riqueza a través del mercado, es una medida que necesitaría ser implantada de forma gradual. Por un lado, es preciso vencer la resistencia ideológica al cambio de los valores propios de la centralidad del trabajo que impregnan la sociedad, pese a que el trabajo asalariado haya perdido de facto esa centralidad. El avance tecnológico, unido a la repugnancia de las grandes patronales a mantener elevados niveles de empleo digno, conducen hacia un horizonte donde cada vez será necesario un menor número de personas para mantener la producción de bienes y servicios. Por otro lado, la implantación de un ingreso garantizado de manera universal al conjunto de la población, requiere efectuar una reforma fiscal de cierta envergadura.

Esa gradualidad en la aplicación de la RBC podría comenzar por un sector de la población especialmente perjudicado por la avería general de la maquinaria del empleo: los desempleados que entran en la cincuentena. El decoro moral exige evitar cualquier tipo de demagogia a la hora de referirse a la situación de las personas que, después de haber entregado toda una vida de trabajo a la sociedad, pasan a formar parte de la legión de desempleados justo al entrar en la madurez. Sólo los cínicos se atreven a tachar de alegres vividores a estas personas porque perciben un subsidio de 420 euros al mes.

Porque nada viola tanto el principio de reciprocidad como el hecho de que la sociedad no sólo no recompense a estos ciudadanos por el doble esfuerzo laboral y contributivo realizado durante décadas, sino que, a mayor inri, los condene a vivir encerrados en la trampa del desempleo que constituye el subsidio para mayores de 52 años.

La maraña legal y administrativa que reglamenta las prestaciones sociales a estos cuatrocientoseuristas actúa con criterios miserables no sólo por las bajísimas cuantías de la ayuda, sino también por las draconianas condiciones que impone a los receptores. En la actualidad, la cuantía del subsidio por desempleo alcanza la fastuosa cifra de 420 euros mensuales por 12 pagas anuales, lo que sitúa la prestación por debajo del umbral de pobreza. Para percibir ese magro auxilio, el interesado ha de cumplir, entre otras severísimas condiciones, la de no obtener por otras fuentes rentas superiores al 75% del Salario Mínimo Interprofesional.

Por 'otras fuentes' se entienden rentas del capital, inmobiliarias, etc. Es decir, la prestación es compatible, por ejemplo, con los ingresos percibidos del alquiler de una vivienda, siempre dentro del mencionado límite, pero lo que se prohibe taxativamente es que esos ingresos adicionales permitidos provengan del desempeño de un trabajo.

El obsesivo afán administrativo de vigilar y castigar —utilizando la expresión foucaltiana— a los perceptores de prestaciones resulta superfluo en el caso de los desempleados que han entrado en la cincuentena. Como reconocen los altos cargos del Ministerio de Trabajo, no todos los desempleados que figuran en el registro de los servicios públicos de empleo tienen las mismas posibilidades de incorporarse a un trabajo. Por ello, en este organismo han elaborado un “índice de ocupabilidad” —la probabilidad de convertirse en ocupado— con el fin de depurar las cifras. El resultado es que la mitad de quienes figuran en el registro tienen baja o muy baja probabilidad de encontrar un empleo. Según declaró en 2008 el secretario general de Empleo, el 47 % de los 1,9 millones de desempleados que había entonces se encuentra en esa situación. “Buena parte de ellos son los prejubilados que están en situación de paro hasta que empiezan a cobrar la jubilación”. En resúmen, para los desempleados que han llegado a la edad madura —productores socialmente amortizados— la probabilidad de encontrar una ocupación remunerada se expresa en los dantescos términos escritos en las puertas del infierno: lasciate ogni speranza.

Una solución a este desafuero consistiría en liberalizar, ya que tan de moda está el verbo, este subsidio. Esto es, liberarlo de las absurdas trabas a las que ahora está sujeto para hacerlo compatible con la obtención de aquellos ingresos que el perceptor pudiera lograr por otros medios. Pues, como está en la mente de todos, tales ingresos es difícil que fueran a ser millonarios. En otras palabras, esto significa establecer alguna modalidad de renta básica ligada a la condición de ciudadanía para todos los mayores de 50 años, la edad laboralmente crítica. Se evitarían así situaciones tan demoledoras como las que se han puesto de relieve. Esto podría hacerse de forma gradual transformando el subsidio por desempleo en un ingreso mínimo no sujeto a la condición de trabajar pero tampoco sujeto a la prohibición de trabajar.

Se trataría de evitar que una persona que ha sido expulsada del mercado general de trabajo —y existe el suficiente convencimiento de que es harto improbable que pueda regresar al mismo en condiciones de empleo digno— sufra el castigo adicional de ver negada la posibilidad de complementar esa base mínima con el ingreso procedente de algún trabajo ocasional. El balance de estos ingresos puede evaluarse técnicamente a través de sencillas fórmulas fiscales como el impuesto negativo.
Llevar a cabo una reforma laboral de este tipo requiere, ante todo, terminar con una serie de prejuicios que han sido inoculados en la opinión pública por los escritores económicos a sueldo del neoliberalismo. Por ejemplo, uno de ellos, se refiere a las prestaciones por desempleo asimilándolas al crowding out, o 'efecto expulsión'. Una comparación absolutamente inexacta en términos conceptuales. Lo que en teoría económica se conoce como 'efecto expulsión' se refiere a "cualquier desplazamiento del sector privado ocasionado por la actuación del sector público en la economía. Supone una limitación importante en la aplicación de la política fiscal. Puede consistir, por ejemplo, en medidas legislativas y ejecutivas propuestas para impulsar al sector público, las cuales absorben una parte considerable del ahorro interno desplazando al sector privado".

Es decir, si el Gobierno llevara al Parlamento una ley para crear una empresa nacional de venta de helados al por menor, estaría invadiendo la iniciativa privada de los miles de pequeños vendedores que llevan al público esta golosina con sus carritos rodantes y puestos callejeros. Pero cuando el gobierno ayuda a los desempleados no está invadiendo ninguna competencia de la iniciativa privada, sino cumpliendo con la Declaración de los Derechos Humanos y la Constitución Española, que prevén que los Estados presten ayuda a las personas en situación de precariedad. Invadiría la iniciativa privada si estas ayudas estuvieran siendo prestadas por entidades privadas, por ejemplo el BBVA. Pero no hay indicios, por el momento, de que la acción social forme parte del egoísmo consustancial al comercio de bienes y servicios, incluidos los financieros.

Pero al negar la posibilidad de efectuar pequeños trabajos a los perceptores de las ayudas por desempleo, siendo éstas de cuantía tan baja que impiden sobrevivir en condiciones de cierta dignidad, lo único que se consigue es, o bien mantener a la gente atrapada en la trampa del desempleo, o inducir a muchos subsidiados a buscarse la vida obteniendo ingresos adicionales 'en negro' desarrollando actividades en la economía sumergida.

Una medida como la que acabamos de presentar junto a los efectos positivos para la personas afectadas por ella, permitiría "blanquear" esos ingresos, lo que sería beneficioso para las cuentas públicas. Aparte de los resultados materiales, el incentivo público de la disposición a trabajar de las perceptores del subsidio acabaría con la insoportable monserga de los predicadores de los sacrosantos principios de la moral del trabajo, que consideran a los perceptores del subsidio como parados profesionales.

http://carnetdeparo.blogspot.com/

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