Donde el autor relata cómo entabló relación con C. y de cómo la historia que éste le contó en una tarde de verano le llevó a enmendarle la plana al mismo Wittgenstein. Y es que a veces, también de lo que se puede hablar, mejor es callarse.
Las protestas de Timisoara se extendieron por todo el país y en sólo una semana el régimen fue demolido. El próximo diciembre se cumplen 20 años
C. es un pintor rumano de unos 40 años. Pintor de brocha gorda. Aunque quizá hubiera sido mejor decir que C. es rumano y además pintor, pues cuando uno ha tenido que emigrar para poder buscar el sustento, la profesión termina siendo lo de menos. La condición de transterrado, como designaba José Gaos a los españoles que, tras la derrota republicana en la guerra civil, tuvieron que refugiarse en América, eclipsa todo lo demás.
C. lleva varios años viviendo en la Costa del Sol, aunque podríamos apostar a que ni ha jugado al golf, ni ha hecho windsurf ni probablemente ha podido señalar con el índice uno de esos moluscos que aguardan, ignorantes de su funesto sino, a individuos con bolsillos más saneados detrás del cristal del acuario de una marisquería. Vive para trabajar, en espera, algún día, de poder invertir la relación, y para mandar cada mes el 70% de su sueldo a su país, donde sobrevive el resto de su familia, mujer e hijos.
Hermanos de lengua, su español no es muy malo y aunque hay que estar continuamente rellenando los huecos que deja en la conversación, es fácil entenderse con él. Por lo común, es reservado, sobre todo al principio, cuando no se toma ni el pedazo de confianza que tú le has cortado. Después, se suelta algo más y mientras estás viendo la televisión lo sientes pararse detrás, interesado por algún asunto del informativo. Cuando dan una noticia relacionada con un menor que quiere cambiar de sexo, sonríe y niega con la cabeza. Pero, después sigue con lo suyo. Sólo que a mí me gusta tirarle de la lengua y al cabo de los días ya estamos hablando de lo divino y lo humano.
La historia de C. no es muy diferente a la de otros muchos ciudadanos del Este que después del derrumbe del telón de acero recibieron en pleno rostro un buen porrazo de libertad. También el Hombre Nuevo fue cultivado allí donde el conde Drácula pegó los tres bocaos, y los resultados de la experiencia no fueron mucho mejores que los cosechados en la URSS y demás países satélites. Por eso me choca que C. defienda el comunismo o, más concretamente el tipo de vida que llevaba bajo la dictadura. ¿Pero Ceaucescu era un cabrón, no?, le espeto intentando hacer valer mi condición de impasible demócrata. Él no se ofende. Sólo pretende decirme que entonces ya trabajaba. Y que no faltaba trabajo. Había más fábricas. Y seguridad. En definitiva, se vivía mejor. Y además, añade, la cabrona era la mujer.
La conversación me produce un gran desasosiego. Me hubiera gustado decirle que más de 60.000 compatriotas suyos fueron aniquilados durante los más de veinte años de terror del matrimonio Ceaucescu, que el sistema económico estaba condenado al fracaso, que la libertad es un derecho sagrado.
Pero, mientras apuro mi café y lo observo extender el rulo a pleno sol, sé que lo mejor es callarse.
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