Cuatro menos algo de la tarde de un abrasador día de agosto. Un timbrazo rompe de pronto la calma dormecina de la casa. Adentro, todos duermen. Mejor dicho, dormían. Igual ha sido una chiquillada o a lo mejor se han equivocado, piensan desde el sopor de la siesta sus habitantes, acariciando la posibilidad de seguir abandonándose a la tarea de robarle al tórrido verano unas horas de sueño.
El timbre vuelve a sonar. Dos veces. La segunda, de manera perversamente alargada, imperativa.
Los vecinos no pueden ser, ya se les ha manifestado de manera expresa que la hora de la siesta es sagrada, y aunque al aviso no siempre le haya acompañado el éxito, difícilmente se atreverían a transgredir la norma de manera tan descarada (puestos a joder, tienen bastante con los alaridos de los niños en la piscina); al chico del Círculo tampoco se le espera y, además él suele venir de noche, con la fresquita. A ver si es que ha pasado algo, concluye entonces el hombre de la casa, mientras se incorpora atolondradamente, como el boxeador que, apoyándose en las cuerdas, siente bailarle en los oídos el nueve que acaba de cantar el árbitro.
Mientras se dirige a la puerta se pasa ambas manos por los cabellos sudados y acalla con un enérgico voyyyy los conatos que en diferentes lugares de la casa sus familiares han emprendido de acudir.
Ya en el patio y mientras el sol, que ha empinado la descendente, le cae sobre los ojos, empieza a vislumbrar dos figuras al fondo. Entonces, antes incluso de que sus pies desnudos y por lo tanto en creciente estado de cocción lleguen a la altura de la puerta, una voz de chica le espeta con toda confianza: Venimos a comer.
La voz no le es conocida y el rostro de las jóvenes que, carpeta en ristre, le sonríen desde la calle, tampoco. Aún así, abre la puerta y musita: ¿Perdón?. Hombre, que venimos a comer, le responde la misma voz después de tropezar con el piercing del labio. Como es un tipo de esos antiguos, poco dado a bromas revientasiestas ejecutadas a pleno sol, tras ver una plaquita pendiendo del cuello de las chicas pregunta a bocajarro: ¿Qué me queréis vender?. Ellas se miran, casi ofendidas y replican que tal no es su intención. ¿Entonces?. Pues nada, que estamos apuntando a gente para ayudar a los niños de..., y entonces, el hombre repara en un folleto en el que aparece una foto de un famoso jugador de fútbol, padrino de la campaña. Por un momento, se arrepiente de su poca hospitalidad; les cuenta, ante su incredulidad, que ya colabora con algunas ONG y que, si bien no duda de los fines nobles del proyecto que representan, no puede asumir un nuevo compromiso. No se trata de ir derrochando por ahí una especie de caridad barata, dice.
En se momento, los rostros de las jóvenes se crispan y una le dice a la otra: Vamos, tía, que me está dando el sol en tó la cara. Y se marchan. El hombre entra de nuevo en casa y se tumba. Ya no logra conciliar el sueño.
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