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Adrianópolis, 9 de Agosto de 378: el comienzo de la agonía de Roma

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europa, cultura
Por hank66
Actualizado 12-08-2009 14:49 CET

Bajo el abrasador sol de la provincia romana de Tracia, en lo que es actualmente el Noroeste de Turquía, muy cerca de la frontera turca con Grecia y Bulgaria, el todopoderoso ejército romano sufrió una humillante derrota a manos de los godos. Aunque la batalla se desarrolló en Oriente, significó el principio de una serie de acontecimientos que desembocarían en el fin del Imperio de Occidente un siglo después.

Adrianópolis... ¿el fin de un mundo?

Está comúnmente admitida la fecha del 4 de Septiembre de 476 como la de la caída definitiva del Imperio Romano de Occidente. Fue en esa fecha cuando el caudillo hérulo Odoacro depuso al último emperador de Occidente, el títere Rómulo Augústulo (que curiosamente llevaba los nombres del fundador de Roma y de su primer Emperador) y posteriormente envió las insignias imperiales al Emperador de Oriente, Zenón. Pero lo cierto es que el Imperio de Occidente languidecía desde hacía muchos años, progresivamente atrofiado por su propia inmensidad, por la corrupción de una monstruosa burocracia y, en última instancia, por la constante presión de los pueblos allende sus fronteras, como los germanos, los godos, los persas y los hunos. Muchos historiadores apuntan otra fecha y otro lugar en la que situar el principio del fin, el desencadenante de una serie de acontecimientos que provocarían el colapso de la Roma Occidental. Esa fecha fue la del 9 de Agosto de 378, y el lugar fue un punto indeterminado al Noroeste de la Turquía europea, cerca de la frontera con Bulgaria y Grecia. Actualmente se la conoce como Edirne, pero a finales del siglo IV su nombre era Adrianópolis. Cerca de esa ciudad, bajo el calor asfixiante de principios de Agosto, se libró una brutal batalla que concluyó con una de las más aplastantes derrotas sufridas jamás por un ejército romano y con la muerte de su jefe, el emperador oriental Valente, a manos de un ejército formado por refugiados godos que habían entrado en territorio romano dos años antes como refugiados.

En efecto, a finales del año 376 una enorme masa de godos, guerreros, civiles, mujeres, niños y ancianos, comenzaron a concentrarse en la orilla del Danubio, frontera natural del Imperio Romano de Oriente, frente a los puestos de guardia romanos. Huían de unos enemigos sanguinarios, que habían irrumpido a sangre y fuego desde las estepas de Asia, matando, masacrando, incendiando y saqueando todo lo que encontraban a su paso. Eran unos guerreros implacables y crueles, que prácticamente vivían a caballo y que en los próximos años serían fuente inagotable de quebraderos de cabeza para los dirigentes romanos: los hunos. Los godos les habían plantado cara, pero habían sido arrasados sin piedad, y ahora miles de refugiados se agolpaban en la frontera romana, al otro lado del Danubio, solicitando asilo en territorio romano, horrorizados ante el avance de las hordas hunas. En aquellos tiempos las comunicaciones eran lentas, y la petición de los godos tardó varias semanas en llegar a manos del emperador Valente, en la lejana Antioquía.

Por fin, el emperador accedió a cobijar a la ingente masa de refugiados en territorio romano. No obstante, no eran razones humanitarias las que impulsaron a Valente y a sus consejeros a acoger a los godos. Eran motivos más prosaicos e interesados. El imperio sufría una despoblación importante, y necesitaba mano de obra para cultivar las tierras. Enormes parcelas de terreno languidecían ante la falta de campesinos que las cuidasen. A veces, simplemente no resultaba rentable cultivarlas ante la presión de los impuestos imperiales, cada vez mas elevados. También el ejército necesitaba soldados. Los ciudadanos romanos intentaban, cada vez más, eludir el servicio en el ejército imperial, y las legiones, antaño constituídas por la flor y nata de la juventud romana, ahora estaban plagadas de bárbaros romanizados e, incluso, de bandas enteras de bárbaros contratados como mercenarios al servicio del imperio, y que constituían cuerpos independientes del ejército romano. La masiva afluencia de los godos dentro de las fronteras de la Roma Oriental garantizaba mano de obra barata y reclutas curtidos en el combate para el ejército. Valente y sus consejeros se frotaron las manos ante las halagüeñas perspectivas económicas, e hicieron caso omiso de quienes les advirtieron de los peligros de la entrada en el Imperio de esa inmensa masa de godos. Se les prometió a los godos comida, refugio y trabajo como campesinos y soldados en el seno del Imperio.

Se comenzó a organizar el transporte de los godos. Se requisaron barcazas, se construyeron balsas, y se acabó utilizando cualquier cosa que flotase con tal de trasladar con rapidez a los godos a territorio romano. Aquí comenzaron los problemas. Teóricamente debían pasar primero los chicos, usados como rehenes, y luego los hombres desarmados, pero la corrupción de los encargados del transporte era tal que muchos godos, por medio de sobornos, lograron pasar con sus familias y armas al completo. Los godos, que se habían hacinado durante semanas esperando pasar el Danubio, se comenzaron ahora a apiñar en el lado romano, esperando el inicio de la marcha hacia las tierras que el emperador Valente les había prometido. El número de personas desbordaba las previsiones, y los intentos de censar a los godos que continuamente entraban en territorio romano fueron infructuosos ante la avalancha goda. Miles de personas seguían llegando a la frontera y esperaban para cruzar el río. Para su sorpresa, un día se les comunicó que la frontera se cerraba. Ningún godo más pasaría el río. Las embarcaciones romanas patrullaban por el Danubio para impedir el paso.

Mientras tanto, la situación en el campamento de refugiados godo en la orilla romana se había vuelto insostenible, no solamente por la evidente insuficiencia de estructuras para acoger a los refugiados, sino por la voraz corrupción de los responsables civiles y militares. En lugar de obedecer de inmediato las órdenes imperiales, esto es, conducir a los refugiados hacia el interior del territorio romano de Tracia, el duque Máximo, comandante de las tropas de frontera, y el conde Lucipino, gobernador militar de Tracia, decidieron exprimir al máximo la necesidad y el hambre de los refugiados godos. Sus avariciosas garras se extendieron sobre los suministros que debían alimentar a los refugiados. Las raciones se redujeron drásticamente, y los godos morían de hambre. Acabaron vendiendo a sus hijos como esclavos a cambio de un trozo de pan mohoso, e incluso comprándoles perros a los romanos para comérselos, a tal nivel llegó la desesperación del pueblo godo. Por fin, cuando ya no se les pudo exprimir más, Lucipino y Máximo decidieron ponerse en marcha hacia el interior de Tracia.

El enorme convoy avanzaba con dificultad, formado por miles de carros arrastrados por bueyes cargando con familias enteras, vigilados constantemente por los soldados romanos. Los días se sucedían mientras el convoy avanzaba penosamente por los campos de Tracia. Por fin avistaron una ciudad, Marcianópolis, y el ánimo de los godos se vió fortalecido ante la perspectiva de obtener alojamiento y comida. Nada más lejos de la realidad. Los habitantes de la ciudad, al ver tal marea de bárbaros acercarse, cerraron las puertas a cal y canto y no permitieron la entrada a los refugiados. Fue la gota que colmó el vaso. Comenzaron los disturbios y los soldados romanos se vieron impotentes para controlar a los enfurecidos godos. Fueron vencidos y muertos. Los godos les quitaron las armaduras y las armas. La rebelión había comenzado. Mientras tanto, dentro de la ciudad se celebraba un gran banquete. Lucipino, el gobernador militar, compadreaba con los principales jefes godos, de entre los cuales había sobresalido por méritos propios Fritigerno, el futuro líder godo en la guerra contra los romanos. Las noticias de la matanza de soldados romanos llegó a oídos de los oficiales que se hallaban dentro de la ciudad, los cuales reaccionaron matando a los guardias de los caudillos godos invitados al festín. Cuando estaban a punto de eliminar también a los jefes, y dejar así descabezado el motín, éstos escucharon los gritos de sus hombres tras las murallas. Con gran sangre fría, se excusaron ante los romanos, les dijeron que seguramente sus hombres pensaban que algo malo les había sucedido y que irían a calmarlos. Salieron tranquilamente, ante la estupefacción de Lucipino y los jerifaltes romanos, y cuando vieron la situación, no les quedó más remedio que sumarse a la rebelión, declarando la guerra a los romanos.

A partir de ese momento, los godos comenzaron a saquear los campos aledaños, llenos de rabia y sed de venganza. Lucipino consiguió reunir un ejército, pero fue derrotado y nuevamente las armaduras y armas de los romanos muertos sirvieron para fortalecer a las bandas godas capitaneadas por Fritigerno. Los godos eran, por el momento, amos de Tracia. Durante largos meses se dedicaron a saquear la campiña tracia, guiados en ocasiones por esclavos godos, y reforzándose con nuevos contingentes que cruzaban el Danubio, casi totalmente desprotegido. El emperador Valente, que se hallaba en Antioquía preparando la enésima campaña contra los persas, no tuvo más remedio que firmar una paz apresurada y ponerse en marcha al frente de su ejército para pacificar la campiña tracia asolada por las hordas godas. El día 8 de agosto de 378 el emperador Valente y sus tropas salieron de las afueras de Adrianópolis y marcharon durante horas. El emperador, mal aconsejado, no quiso esperar a los refuerzos que venían de Occidente, comandados por su sobrino Graciano. Valente, casi cincuentón, no quería compartir la gloria de la derrota goda con un jovenzuelo apenas veinteañero, y decidió marchar sólo al frente de sus tropas. Era un verano asfixiante. Marchaban sobre un terreno yermo sobre el cual el sol caía inmisericorde, entre inmensas nubes de polvo levantadas por miles de soldados caminando. Avistaron el campamento de los godos entre la una y las dos de la tarde. Los campamentos godos consistían en enormes círculos de carros, al estilo de los que vemos en algunas películas del Oeste. Ambos ejércitos se miraban frente a frente. Los godos insultaban y provocaban a los romanos. Éstos golpeaban sus lanzas contra los escudos. Finalmente, ante una provocación de la caballería romana, los godos entraron en combate y se desencadenó la carnicería. Sobre el papel, el ejército romano era más potente, poderoso y mejor organizado, pero justamente al comienzo de la batalla hubo un factor que contribuyó a su derrota: en esos momentos apareció el grueso de la caballería goda, que se había alejado hacía unos días para buscar provisiones. Los jinetes se abalanzaron sobre la caballería romana. Aunque los romanos resistieron cerrando filas y cubriéndose con sus escudos, la caballería fue derrotada y la infantería quedó, nunca mejor dicho, a los pies de los caballos. Lo que siguió fue una carnicería. Los godos masacraron a los romanos mientras quedó algo de luz. Los pocos que sobrevivieron pudieron escapar gracias a que cayó una noche cerrada, sin luna. No obstante, dos tercios del ejército de Valente, veteranos curtidos en cien batallas, murieron en Adrianópolis. Del emperador Valente nunca más se supo. Lo más probable es que muriera en la batalla, pero hay una versión según la cual se refugió junto a sus escoltas en una granja. Los godos la rodearon, pero Valente se negó a rendirse, y entonces los bárbaros prendieron fuego a la granja, quemando vivo al emperador. Pero eso nunca lo sabremos.

 

Las consecuencias de la derrota de Valente fueron desastrosas. Aunque su sucesor, Teodosio, pudo reconducir penosamente la situación, aniquilando algunas bandas de godos y pactando con otras, quedó en el aire la sensación de que Roma era un gigante con pies de barro, un imperio monstruoso pero lento a la hora de reaccionar, y al que se podía vencer con decisión y rapidez. El ejército romano en sí estaba formado, en su mayor parte, por bárbaros más o menos romanizados, y los gobernantes romanos se veían obligados a contratar bandas de mercenarios para reforzar sus tropas. La rebelión goda de 376 fue la demostración de que un ejército decidido podía campar a sus anchas por el interior del imperio. Paradójicamente, el desastre de Adrianópolis acabaría golpeando más en el Imperio de Occidente que en el de Oriente, puesto que los sucesivos emperadores orientales supieron "reconducir" las ansias de conquista de las nuevas oleadas de bárbaros hacia el Imperio Occidental.  El resultado fue la desaparición total del Imperio de Occidente en 476 y la supervivencia del Imperio de Oriente, con el nombre de Imperio Bizantino, hasta mediados del siglo XV.

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