En la madrugada de ayer, el holandés Jan Kees Lampe a bordo de La Promesse, su barco de 40 pies (12 Metros), cruzó la línea de meta en Newport, Rhode Island, ganando la regata transatlántica de veleros en solitario más antigua de todas las que se corren en el mundo. Su primera edición se celebró en 1960, desde entonces cada tres o cuatro años, dependiendo de si aparecía un patrocinador, se han sucedido las ediciones. Su filosofía, un marino, un barco, un océano, responde al pensamiento de quién la inventó, el coronel Blondie Hasler. Héroe inglés de la II Guerra Mundial, navegante, escritor y aventurero de la vieja escuela.
La Promesse, sale del Canal de la Mancha
De los 31 barcos de todos los tipos y clases que tomaron la salida el pasado 25 de mayo, solo 24 continúan en regata, Al holandés Lampe le ha costado cruzar el Atlántico Norte 17 días y 17 horas con lo que ha batido así varios récords de un golpe: primero en tiempo real a la espera del cálculo del tiempo compensado, primer holandés en ganar la prueba, récord de la clase 40 pies (de 1992) con un considerable margen, y el que más feliz va a hacerle: es el primer monocasco que gana la OSTAR desde 1976 en que lo hizo un ya consagrado Eric Tabarly a bordo del Pen Duyck VI, un velero de aluminio de 26 metros con un lastre de uranio empobrecido, otra más de las genialidades del marino bretón.
En los últimos treinta años los multicascos dominaron la regata, los inscritos para esta edición o se han retirado o eligieron mal la ruta, aquí la táctica cuenta, casi siempre, más que las prestaciones.
La OSTAR, con recorrido entre el puerto inglés de Plymouth y el norteamericano de Newport, famoso también por su festival de jazz, es el fruto de la ardiente imaginación del coronel Hasler, que entre otras gestas algo más oscuras y poco difundidas, participó en la incursión de comandos en el puerto de Burdeos, donde un grupo de marines a bordo de canoas hinchables se dedicó a minar los barcos alemanes allí amarrados. Devoto del sistema chino de velamen, las peculiares velas de junco, armó su Jester con una de ellas y participó en la primera regatas, la del 60 que tomó su nombre del patrocinador, eran los años en los que la prensa de papel se permitía el lujo de no regalar mantelerías y patrocinaba aventureros.
Así nació la Observer Singlehanded TransAtlantic Race. El coronel convocó a cinco auténticos pirados entre ellos el muy ilustre Sir Francis Chichester y al nada ilustre francés Jean Lacombe, del que se dice que cuando no navegaba estaba muy a gusto en los ambientes del hampa de Marsella, y le añadió esa otra forma de perversión inglesa que es la división en clases, categorías y procedencias que hace más igualitaria la participación. El recorrido es de libro: salen de un Canal de la Mancha concurrido, cruzan por los 50º Norte el Atlántico y llegan, ya muy cansados, a la costa norteamericana rozando el límite sur de los hielos, que allí también los hay, contra la Corriente del Golfo y atravesando entre masas de niebla una numerosa e inquieta flota pesquera que inicia la temporada en estas fechas.
A los inscritos se les aplican varios ratings en función de la eslora, la edad del barco, el tipo, y casi su precio. Desde entonces nadie es nada en el mundo de la vela si no la ha terminado. Aquí se estrenaron los prototipos de lo que hoy son los 60 pies IMOCA, los catamaranes y trimaranes más futuristas y, a veces, disparatados, y de aquí salió esa pléyade de navegantes franceses que en los últimos treinta años han formado el grupo de pilotos que ha convertido un minoritario deporte de aventura en una floreciente industria, con seguimiento mediático masivo y casi inmune a la crisis.
Porque la regata se ha acabado convirtiendo, una vez que su nombre y marca comercial terminaron hace unos años en manos de una de las grandes empresas que patrocinan eventos de estrellas de la vela, en el sueño de quién la concibió: una prueba para aficionados, cortados de presupuesto, en barcos de serie con las mínimas mejoras, que participan casi sin patrocinio y que sueñan con colarse en la élite de la vela por el atajo más consolidado, la transatlántica de más prestigio.
En esta ocasión el pique entre ingleses y franceses que se inició en la edición de 1964 con motivo de la victoria de un desconocido y audaz bretón, Eric Tabarly, ha suspendido las hostilidades con la irrupción de un padre de familia con tres niños, de quién su apresurado curriculum solo indica que es tendero en Amsterdam.
Tras él, a punto de llegar y de esperar la clasificación definitiva por esloras y tiempo compensado un inglés, Rob Craigie en su Jbellino, un italiano Roberto Westerman en el Spinning Wheel y la primera mujer que continúa en regata, Hanna White en el Pure Solo, sueñan con llegar cuanto antes porque saben que acabar esta prueba, cruzar el Atlántico norte sin más complicaciones que las que puedan proporcionar las borrascas y calmas de la primavera, no es una regata más. La historia pesa, y mucho.
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