No soy una persona muy católica, pero confieso que en alguna ocasión me vence la irracionalidad, y sin pensarlo, me dejo caer por un Starbucks. Especialmente cuando viajo. En París, Bruselas o Londres me encuentro como en casa cuando piso uno de estos establecimientos; estas Iglesias del café, con los mismos sillones y el mismo ambiente en todo el mundo... Lo confieso, han logrado cautivarme.
Estética Starbucks
Las grandes multinacionales poco a poco han conseguido hacerse un hueco en nuestras vidas y quizás no seríamos capaces de imaginar una gran ciudad sin su correspondiente McDonalds, su Burger King o su Starbucks, igual que tampoco podemos imaginar no tener ese amigo o esa amiga pija, engalanada con un Rolex y vistiendo unos Levis.
Resulta sorprendente el poder de arraigo que tienen las marcas en la mente humana; la imagen de marca debe ser, y sin duda es, el elemento más fuerte de cualquier campaña publicitaria, de hecho, ciertas marcas han logrado generalizarse como el nombre de un producto genérico (por ejemplo, un danone en lugar de un yogurt). Parece que cuando hablamos de publicidad y de economía nos movamos en ambientes muy distintos; no vemos con los mismos ojos a un economista y a un publicista: tenemos al primero por un ser perverso, responsable de las crisis que ahora mismo sufrimos; mientras que el segundo se nos antoja un héroe, un ser creativo, imaginativo, casi cercano al artista. Lo cierto es que ambos se parecen más de lo que creemos, o lo que es más, ambos se necesitan más de lo que creemos.
La economía se encarga de gestionar los recursos, pero a veces, la gestión de esos recursos precisa de un agente externo que agilice el proceso. Ese agente externo puede ser la publicidad, y de hecho, la combinación de ambas disciplinas ofrece un resultado realmente satisfactorio.
Cuando se oferta un producto, su precio está determinado por muchos factores (coste de producción, demanda, época del año...), y este precio es todavía más oscilante cuando se trata de recursos naturales o bienes que dependen directamente de ellos.
Algo que (dada la crisis inmobiliaria) nos toca muy de cerca en estos días es el arrendamiento de locales comerciales en zonas privilegiadas. Las zonas rentables dependen del producto que se quiera vender, pero todas siguen un mismo patrón: las grandes multinacionales compran numerosos establecimientos de la zona, de esta forma no sólo consiguen locales en las zonas más transitadas, sino que, ocupando los locales próximos logran desplazar un poco los bienes sustitutivos cercanos.
¿Saben? Pensando en el monopolio de Starbucks me he acordado de la controvertida pregunta que le hicieron al presidente del Gobierno: ¿Cuánto cuesta un café?. Lo cierto es que un café cuesta lo que queramos pagar por él; seguramente en el bar del barrio, escondido en una calle poco transitada, costará menos que en el Starbucks de la plaza más céntrica de la ciudad, y no precisamente porque el café sea de mejor calidad.
Las cosas tienen el precio que queremos pagar por ellas, no el que realmente valen. Las grandes marcas como Apple, Rolex o Ferrari lo saben, y se pueden permitir sus precios porque, trabajando la imagen de marca, han conseguido que haya personas dispuestas a pagarlos, adeptos que no ven más allá de la marca.
Por último, debemos tener en cuenta que un porcentaje importante de los beneficios que generan los elevados precios de los productos se invierten en el pago de los alquileres de los locales; los propietarios saben que poseen tesoros de ladrillo, y no dudan en entran en el proceso económico; este coste adicional está siempre implícito en el uso de recursos naturales; siempre debemos pagar por arrendar la tierra o un local.
El mérito de las grandes multinacionales es conseguir que ese arrendamiento salga muy rentable a través de la creación de un grupo robusto de consumidores fidelísimos, además, con los numerosos alquileres acaban con la competencia cercana. Si se elimina la oferta de bienes sustitutivos cercanos, se aseguran el monopolio (al menos en la zona).
El valor de un producto se mide por su escasez; parece lógico que algo tan inmaterial y tan intangible como una marca logre acaparar tanto poder. Es cierto que el café del bar de la esquina es más económico, sin embargo ¿quién no disfruta del ambiente acogedor de Starbucks? Es el emplazamiento físico y emocional de una empresa el que determina su poder y su alcance. Para algunos cada vez está más cercano el nuevo Dios: es negro y reside en un vaso de café.
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