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Mortadelo en la UNED.

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educacion, cultura
Actualizado 27-05-2009 13:35 CET

¡Infame error!, me increpo en tono como de comedia lopesca cada vez que recuerdo el momento en que decidí trasladar mi expediente de Filología Hispánica de la Universidad Complutense a la UNED. Y con la misma grandilocuencia e intentando insuflar la mayor comicidad posible me pregunto sin respuesta ¿pero qué hiciste? en cuanto abro uno de sus manuales.

Con tan insigne talante y una más que notable dosis de distanciamiento (el mundo es así y yo no tengo complejo de Juana de Arco), empecé a mediados de febrero a prepararme los exámenes de la convocatoria actual. Cuarto de Filología Hispánica, un curso que tiene cuatro asignaturas obligatorias, dos de ellas de literatura: “Española de la Edad Media y del Siglo de Oro” e “Hispanoamericana I”. En este cuatrimestre para la primera hay que leer ocho obras de teatro del Siglo de Oro, para la segunda doce. Tengo alrededor de tres meses para todo esto. Noventa días entre veinte libros dan un libro cada cuatro días y medio. (Todo esto obviando que Juan Rulfo, autor de una de las lecturas obligatorias, Pedro Páramo, decía que para comprender su obra había que leerla, mínimo, tres veces.) Es decir, de aquí a entonces me olvido de ese pellico en el estómago que siento al abrirlos, me olvido de ir de librerías, me olvido de la curiosidad y de la lectura como placer y pasión que, ¡oh, casualidad!, fue lo que hace unos cuantos años me llevó a matricularme en esta carrera.

Respiro hondo.

Con los pulmones llenos voy a comprarlos y descubro que las ediciones que me recomiendan son antiquísimas e imposibles de encontrar en cualquier librería de una gran superficie (y no me refiero a Carrefour). Incluso uno de ellos, La sombra del caudillo, está descatalogado. Cuando un compañero le plantea al profesor en un foro oficial de la universidad (los profesores, veo, han aprendido de nuevas tecnologías pero no a actualizar la lista de lecturas) cómo conseguirlo, le responde que lo cojamos de la biblioteca del centro. No pregunto más, no quiero que me dé un infarto, no quiero que me suba la tensión al comprobar que hay uno ó dos ejemplares para ¿cuántos alumnos? No quiero hacer el cálculo de los días a los que cabríamos cada uno en el hipotético caso de que todos decidiéramos organizadísimamente ir a cogerlo y pasárnoslo los unos a los otros (un milagro en una universidad no presencial, es decir en la que casi no conoces a nadie). No quiero morir joven y pienso en la posibilidad de apuntarme a clases de yoga para aprender a relajarme. Pero hay, entre otras, tres obras de Lope de Vega, otras tantas de Calderón y dos de Tirso esperándome en mi mesita de noche.

Después de escribir en una de las paredes de mi cuarto el mantra “ya estás en cuarto, te queda poco” y repetirlo cinco veces antes de dormir y al levantarme, abro el volumen de otra de las materias troncales de este curso, “Historia de la lengua”, titulado Los diccionarios del español en su perspectiva histórica. En la página 19 hay una cita de un estudioso de la materia ¡en catalán! ¡Y sin traducir! No puede ser. Busco al pie de página y al final de libro. Nada. Después aparecen otras en francés, latín e inglés. Desconocía que, además del nivel básico de una lengua extranjera que me exigen, debía hacerme políglota en mi inexistente tiempo libre. Mira tú por dónde: todos los días se aprende algo nuevo.

Cercano ya el momento de los exámenes decido enclaustrarme en la biblioteca de la UNED situada en la calle Argumosa sin hacer un par de cosas a las que desgraciadamente estoy medianamente acostumbrado: pensar y reflexionar. Sinceramente, si practicara con detenimiento alguna de las dos y desglosara la situación, bien abandonaba la sociedad civilizada y me iría a vivir con una tribu a Nueva Zelanda, bien cometía un acto vandálico. En el tablón de anuncios de la entrada de la biblioteca hay un artículo de José Ramón Alonso, rector de la Universidad de Salamanca, publicado en “El País” el pasado enero y títulado Una universidad nueva. Comienza así: “En el debate actual sobre la Universidad se habla poco de lo que quizá es lo más importante: qué estamos haciendo. El diálogo abierto con el profesor, la discusión de casos, el trabajo en equipo, la investigación sencilla, la reflexión y defensa pública de un tema son desgraciadamente más la excepción que la regla en las aulas universitarias.”

¿Quién lo habrá colgado ahí? ¿Lo habrá leído alguien?

Sin criterio alguno pero con la historia de los diccionarios en la cabeza, me dirijo el martes 26 de Mayo del corriente, es decir, ayer, al lugar en Madrid donde se celebran los exámenes. Un instituto donde van llamando a las diferentes asignaturas y donde, al entrar, nos tostamos bajo un techo de uralita que potencia al grupo repitiendo fechas y datos. Me llaman, me siento, estoy ya en cuarto y me queda poco.

A las once y treinta y uno, es decir, un minuto después de la hora de la convocatoria, una de las amables responsables de vigilarnos, dice a gritos:

- O se callan o no se reparten los exámenes.

Siento un deja vú. ¡Qué cosas! Será consecuencia de que no he dormido mucho el padecer alucionaciones, Tengo ocho años y estoy en el colegio. El profesor nos amenaza a todos con no salir al patio si no guardamos silencio.

De una de las materias van a hacer fotocopias del examen porque no lo han hecho antes. Me río pero poco. Los chistes, por muy buenos que sean, pierden gracia cuando los escuchas cada cuatro meses.

Mientras leo las preguntas, uno de mis compañeros de Antropología se levanta y grita que le han dado uno con cuestiones del cuatrimestre anterior. No puede ser, dice uno de los guardias, perdón, profesor que nos vigila. Otro estudiante dice que sí, que es verdad. Busco a Mortadelo. Está a punto de aparecer como estrella invitada en este sainete. El público, es decir, nosotros, nos levantaremos a aplaudirle. Alguien va a llamar al profesor de la asignatura que, ¡ohlalá!, no está allí. No sé cómo será esa carrera, pero en mi caso las dudas no pueden existir porque consiste en vomitar una información que vive en alguna parte de mi cerebro (por lo menos hoy, en varios días ya habrá desaparecido). Es decir, da igual que esté con nosotros o en el “Día” aprovechando las ofertas.

A los veinte minutos siguen sin localizarlo. Ellos no han empezado y yo ya llevo una parte hecha.

A la media hora, rebuscando en un fajo de papeles, uno de los guardias-responsables descubre que hay otro sobre. La asignatura antropológica tiene plan antiguo y plan nuevo. En uno de ellos el examen es con toda la materia al final del curso. En el otro en dos partes y le han dado el que no es. Reparte otra vez e inculpa a los alumnos por no avisarle. Reconocer el error no entra en el sueldo.

Sigo escribiendo. Mi cabeza se divide en tres partes. La primera es la de los datos y estoy contento porque más o menos controlo lo que me han preguntado. Suelto, suelto y suelto con cierto orden y concierto y vigilando las faltas de ortografía. La segunda piensa en las cañas que voy a tomarme después con mis amigos, en el cosquilleo en el cogote cuando abra la semana que viene el libro que me dé la gana y lo disfrute en un tiempo y tempo razonables. Además se repite que ya estoy en cuarto y que ésta, que parece ser que voy a aprobarla, es una piedra menos en la mochila que llevo a cuestas. Me gusta la metáfora, es descriptiva y voy a copiarla al lado del mantra. La tercera no tiene ni idea de en qué consiste Bolonia. Pero está convencida de que no puede ser peor que esto.

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