Como cada año, se celebra el Día de Sant Jordi en Catalunya. La culminación de unas semanas de locura para los libreros, y una lucha encarnizada entre las editoriales por llevarse al lector "al huerto" con sus novedades.
Buscando relleno para las librerías...
Me resulta raro estar escribiendo estas líneas en casa, tomando café, fumando un cigarrillo y escuchando a Neil Young, mientras el centro de Barcelona hierve de tenderetes de libros y rosas y una multitud deambula apretujada intentando dar con un libro que resulte interesante para la persona a la que se le va a regalar. Y digo que me resulta raro estar aquí porque, hasta hace unos años, un servidor formaba humilde parte de esa especie de circo que se monta en Catalunya cada 23 de Abril. Trabajar durante 15 años en una librería del centro de Barcelona me hizo contemplar el espectáculo en primera fila. En una agotadora primera fila, he de decir. A fuer de ser sinceros, me sentía como los "machacas" que recogen y ordenan el escenario en una actuación, esto es, formando parte de la función, pero sin disfrutarla. Una agotadora jornada que comenzaba a las 7 de la mañana y terminaba, con suerte, a las 11 de la noche, una verdadera locura de nervios, prisas, gritos y tensión que parecía no tener fin.
Y es que esta especie de "espejismo cultural" que es el Día de Sant Jordi en Catalunya no se limita al día de marras. Resulta triste, pero las ventas de Sant Jordi son vitales para la mayoría de las librerías catalanas. Se prevé que se ingresen unos 20 millones de euros por la venta de libros, cifra que representa aproximadamente el 10% de facturación anual de las librerías de nuestra comunidad. Y el grueso de esas ventas se produce en el mismo día de Sant Jordi, dado que muchas librerías ofrecen a los compradores descuentos sobre el precio de venta normal del libro. ¿Resultado?: el centro de Barcelona totalmente colapsado por gente que camina a pasitos cortos (no hay espacio para más), en su mayoría totalmente abrumados por la inmensa oferta que se vuelca en los puestos durante el día. Y ya no digamos si Sant Jordi cae en fin de semana, entonces deberíamos acudir a la película "Marabunta" para hacernos una idea de lo que supone pasear por la Ciudad Condal.
Para los libreros, el día de Sant Jordi comienza mucho antes del 23 de Abril. A finales de febrero y principios de Marzo, los almacenes de las librerías se colapsan con los envíos de las diferentes editoriales y distribuidoras. Organizar los envíos, etiquetar los libros, organizar las firmas de los autores, coordinar horarios, etc, convierten el proceso en una tensa cuenta atrás que deja a los trabajadores de las librerías completamente agotados y a los pies de los caballos cuando llega Sant Jorxi. Pero no se acaba aquí el trabajo. El día 24 de Abril, con el personal reventado tras más de 16 horas de vertiginoso deambular por la librería y/o el tenderete de la calle, llega la tarea de devolver los cientos de ejemplares que no se han vendido. O sea, que el trabajo que supone Sant Jordi para los libreros abarca, más o menos, dos meses de penosa tarea.
No voy a seguir explicando las penalidades que hacen que ahora uno se pasee con una sonrisa de oreja a oreja husmeando tranquilamente por los puestos mientras recuerda los nervios de aquellas fechas ya lejanas, ni hacer un sesudo análisis sobre los hábitos de lectura del personal. Solamente pretendo rememorar algunas anécdotas de aquellos días, cual abuelo Cebolleta de las librerías. Como aquellas abuelitas que, con más de 20 personas reclamando tu atención para pagarte el libro o preguntarte algo, se empeñaban en explicarte el argumento "que le sonaba" de una novela que querían regalar, con datos tan generales que se podrían aplicar al 90% de la literatura. O los coleccionistas de puntos para libros, inmersos en un frenético periplo por los puestos pidiendo puntos gratis. O el tipo desesperado que golpeaba frenéticamente las puertas de la librería ya cerrada a las once y media de la noche para comprar un libro. O esa señora que pedía un libro de un determinado color para que le hiciera juego con las estanterías...
Caso aparte son los escritores que, en un vertiginoso peregrinaje por los puestos de las librerías más importantes, acababan con la mano dolorida de firmar y dedicar ejemplares y la mente abotargada de escuchar agradecimientos y el espíritu quebrantado tras aguantar compadreos, palmaditas, abrazos y efusiones varias. Eso en el caso de los escritores famosos, que realmente son los menos. Unos, resignados ante la avalancha, tiran de buen humor y capean el temporal lo mejor que pueden. Aún recuerdo la cara que me puso Forges cuando, momentáneamente "escaqueado" de mis labores, le presenté a la firma un libro ajado y hecho polvo que databa de... 1971. Cuando alzó la vista pensaba que me lo tiraba a la cabeza, pero me sonrió y me hizo un dibujo y una dedicatoria entrañable. ¡Gracias, maestro! Otros pasean su mala baba y su altanería por los distintos puestos, agobiando a las personas que las editoriales ponen a su disposición con quejas, broncas y peticiones dignas de una "rock'n'roll star", como la de una célebre escritora deslenguada y procaz que exigía que le abrieran las latas de refresco y le movieran el azúcar en el café.
Y, como trasfondo, la lucha encarnizada por el triunfo final entre los "escritores serios" y los "mediáticos". Ahí los tenemos cada año, comandados por el imbatible Andreu Buenafuente: cocineros, meteorólogos, sexólogos, economistas, humoristas, jardineros, árbitros, presentadores, todo un elenco de famosos y famosillos de la tele o la radio con libro que se hinchan a firmar ejemplares mientras son contemplados por los autores "ortodoxos" con una mezcla de desprecio y odio sin límites. Supongo que debe ser duro estar meses, o años, escribiendo un libro, y ver cómo te sobrepasa en ventas y popularidad el libro de monólogos de un graciosete que además es posible que haya seguido el celebérrimo "método Ana Rosa Quintana" de escritura. A veces pensaba que de un momento a otro perderían su forzada compostura, se abalanzarían sobre el "mediático" de turno y acabarían con su vida clavándole su pluma en el cuello.
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