Una crónica sobre el Santceloni de Santi Santamaría en la que Santi Santamaría no asoma ni un pelo de la barba. El que sale mucho es Sergi Arola.
Habían llegado tres comidas a la redacción y me ha tocado la de los empollones. Tengo comprobado que cuando un periodista es de un medio importante, en algún momento de la comida se siente en la obligación de demostrarte cuánto sabe. Si además es de un medio importante de Moda y Belleza (Tendencias lo llaman, será por la Tendencia a la Nada que contiene toda la materia), yo suelo estar pidiendo el bicarbonato a la mitad del primer plato. Y porque la cicuta no me la ponen nunca.
Mejor los de las revistas modestas. Verbigracia, si se habla de la crisis, éstos te cuentan que su director ha sustituido el presupuesto en taxis por una cajita de bonobuses colocada junto a la impresora. Aquéllos, lo que dice el New York Times. Mucho más entretenida la vida real, dónde va a parar.
A priori el restaurante era muy motivante, el Santceloni de Madrid. Pero a Santi Santamaría no le hemos visto el pelo. Yo no hacía más que estirar el cuello. Por si le veía aparecer por la puerta de la cocina y porque la guapaza (que siempre hay una) se ha sentado en una esquina y la que a la tercera copa era monísima, en la otra. Entre ese tenis sexual, contener las lágrimas ante los platos que iban llegando y que he intervenido en la conversación un par de veces para no parecer bobo, pues casi no me ha importado tener que enterarme de que esto de la crisis remontará enseguida o de que lo del ebook fracasó hace diez años y ya no volverá. Profetas. Y líderes de opinión.
Últimamente estoy definitivamente gazmoño en los restaurantes. Gazmoño como un artículo de Juan Manuel de Preda o como Bebe dando el discurso del día del Orgullo Gay (o en prácticamente cualquier otra actividad de su vida). Pero en este caso no he tenido más remedio que abrirme de piernas. Me refiero a abrirme de piernas culinariamente. Bueno, ya me entendéis. La foto de aquí al lado refleja claramente mi entusiasta opinión, pero por destacar algo, primero ha venido una crema de ñámaras con butifarra y avellanas. Las ñámaras son un tubérculo que está entre el apio y la alcachofa y que, en crema, sólo saben a alcachofa. La alcachofa está asquerosa mezclada con vino. No lo intentéis en casa, por favor. Ah, y los petit fours. Toda la vida comiendo petit fours sin hambre y nunca se me había ocurrido que me iba a pasar cuarto de hora planeando como llevarme unos cuantos en el bolsillo sin que nadie se entere. Y de lo malo malo, pues el vino tinto, Sanstravé del 2004. Era de esas bombas de fruta que tanto gustan a los gafapastas urbanos (¿hay gafapastas en los pueblos? Igual sí, aunque sea contra natura). A ver, amigos, a vosotros lo que os gusta son los zumos. Haced el favor de no demandar este tipo de vinos, que luego también nos los ponen a nosotros y pagan justos por pecadores. Pero vamos, ni ese vino gominoloso ha conseguido estropear el jarrete de ternera blanca, el plato con el que más se hace la ola en este restaurante.
Y Santi Santamaría sin aparecer.
Puede que la cosa de la presencia del cocinero en la sala sea inversamente proporcional a cómo se come. Por ejemplo, Sergi Arola. Sergi Arola está en todas partes en la Hacienda Abascal de Valladolor. Vas a entrar y hay un Sergi Arola gigante y fantasmal, semitransparente, que no sabes si te espera detrás de la puerta para comerte o está simplemente flotando en el éter. Es premonitorio. Subes las escaleras y allí está, otro Sergi Arola grandote ante una puesta de sol. Pasas al recibidor y tienes a Sergi Arola sentado en una banqueta con los pantalones rotos. En un lateral del comedor, Sergi Arola sonríe ante un día nublado. Y como ya te sientas sin fijarte, levantas la cabeza del plato y, coño, Sergi Arola rodeado de ovejas que parece que se te van a comer la ensalada. Acabas tan empachado de Sergi Arola que al final agradeces que en el plato no haya ni rastro de Sergi Arola. Como mucho del becario de Sergi Arola. Supongo que se lo gastaron todo en fotos desproporcionadas. Las camareras decían que no les alteraba tener a Sergi Arola tantas veces en la nuca, pero se reían de ello con una gruñidito nervioso que daba, en sí, muy mal rollo.
Años sin escribir y no tengo más que tics. Por ejemplo, no puedo dejar de repetir Sergi Arola.
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