Seguro que muchos de ustedes habrán pronunciado esta frase en alguna ocasión: Debería tocarme la lotería. Incluso buena parte, probablemente, tiente de forma regular la suerte comprando un cupón, aceptando la enésima invitación del lotero del barrio o rellenando cada semana la misma combinación, ésa que lleva echando desde hace años y con la que una vez estuvo a punto de acertar cinco menos el complementario en la Primitiva.
A la Diosa Fortuna no le falta trabajo
El caso es que algo sabemos a ciencia cierta: que hace falta comprar para que toque, y que pese a que también muchos conocemos a algunas de esas personas que gustan de afirmar categóricamente, con indisimulada autosuficiencia yo nunca juego, no nos cabe ninguna duda de que sí que toca. La mayoría puede que no sepamos de nadie que haya sido encuestado por el CIS, o el Eurobarómetro o cualquiera de los muchos sondeos de opinión que cada día aparecen en los periódicos; otros muchos jamás habrán tenido una experiencia paranormal, ni una abducción de las más corrientes; pero pocos serán los que no conozcan a alguien que haya sido agraciado con un premio más o menos importante, se trate de un familiar, un amigo o un simple convecino. Hasta es posible que tengamos noticia, pese a no haber hablado directamente con nosotros, de en qué se ha gastado parte del botín. La longitud de su nuevo coche o el color de la fachada de su flamante chalé no son factores que casen especialmente bien con la normalidad que se le presupone a una familia de clase, media, tirando para muy media. En otras ocasiones, descubrimos que lo que debía ser un motivo para la alegría termina truncando una vida: Se volvió loco con tanto dinero, ya no se habla con nadie, se cree alguien, el desgraciado... La maledicencia, la envidia, la adulación y la vanidad satisfecha de quien, al fin y al cabo, sólo ha sido tocado por el azar -lo que tiene el mismo mérito que ser fulminado por un rayo mientras sacábamos al perro, joder, con lo fácil que hubiera sido que le hubiera caído al perro-, terminan en ocasiones formando una extraña combinación que rara vez no provoca daños colaterales. En estos casos no importa la cantidad, alguien se sentirá marginado, un tío-abuelo que de chico nos daba caramelos, el cuñado que, de golpe y porrazo, te empieza a echar el brazo por encima, una ex-novia casada y madre de cuatro hijos que, súbitamente, empieza a pasar por tu calle a la hora justa en la que tiras la basura.
Algunos, avisados de que estas cosas forman parte del día a día, deciden ocultar así la noticia. Es el caso de un habitante de un pequeño pueblo español que tras tocarle el premio gordo en el sorteo del Euromillones se esfumó sin dejar ni rastro. Sus allegados aseguran desde su nueva condición de alejados que la última vez que lo vieron conducía un Mercedes deportivo.
No todos los afortunados actúan así. Dicen que un belga, premiado también en este megasorteo -que cumplió cinco años el pasado día 13 de febrero- donó la mitad de sus 7 millones de euros de premio al centro de ayuda social de su pueblo, lo que le ha valido ganarse el sobrenombre de Papá Noel de Riemst.
El caso es que, quien más quien menos, y posiblemente más que menos en estos tiempos, acaricia la idea de abandonar el paro, o de dejar de trabajar -algunos, con permiso del ministro Corbacho, incluso las dos cosas a la vez- con sólo marcar unas casillas o proferir, como si de una fórmula mágica se tratara, las palabras: Déme el que toque.
Sabemos que nuestras posibilidades son escasas -la probabilidad de acertar los 7 números del Euromillones es de una entre 76 millones- pero algún día se estudiarán convenientemente los beneficios que para la salud mental de muchos ciudadanos tiene el mero hecho de tener una papeleta en esta rifa. Y la de asesinatos y divorcios que se evitan.
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Soitu.es se despide 22 meses después de iniciar su andadura en la Red. Con tristeza pero con mucha gratitud a todos vosotros.
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