La cara B. Educación para la Ciudadanía. La historia de dos intransigencias

Los sistemas de pensamiento antagónicos que se ocultan tras el último episodio judicial acerca de la objeción de conciencia ante esta asignatura.

La calma tensa entre el yo y las identidades colectivas heredadas (fuente de la imagen: gabinetedeinformatica.net)

Muchos de nosotros, creyentes o no, todos hijos de la modernidad, hemos vivido hasta hace poco convencidos de que las religiones son un arma sin sentido, inútil para iniciar con ellas cualquier tipo de reivindicación más o menos justa. Estábamos acostumbrados a que las religiones, si servían para algo, era para otras cosas, pero no para entrar de tú a tú en el debate social sobre los valores y las leyes que articulan nuestras sociedades.

Así estábamos hasta que el 11-S nos despertó, y las religiones empezaron a ser vistas no ya como armas sin sentido, sino como reales sinsentidos peligrosos frente a los cuales deberían emerger de nuevo los Estados, lo público, con la fuerza suficiente como para proteger a la ciudadanía de sus peligros. ¿Por qué peligrosas? Porque algunas interpretaciones de las mismas encierran un sinsentido tan grande que es capaz de dar fuerza y reconfortar a suicidas vocacionales que matarán con su muerte a muchos otros. Los Estados se sintieron interpelados a tomar medidas contra tan peligrosos sinsentidos.

Es en este contexto cuando el tan anunciado fin de la Historia parece alejarse nuevamente. Comienza la guerra, la literal y la ideológica, contra lo que podríamos llamar terrorismo de raíz religiosa fundamentalista. Y con ella se reactiva la antigua historia de dos intransigencias. Pueden ser llamadas de muchas maneras, pero escogeremos los términos más genéricos de tradicionalismo y progresismo, que incluyen sus múltiples vertientes y desviaciones.

Mientras el progresismo ofrece el diálogo como terapia buenista¹, el tradicionalismo sólo encuentra la solución en el enfrentamiento a un enemigo sustancial, al enemigo total². Ambas posturas se encaraman a los rascacielos de la modernidad como un King Kong ideológico que quisiera hacernos regresar a la cueva platónica.

Cada una se encarga de fabricar los mitos y prejuicios acerca de la otra. El progresismo reduce el tradicionalismo a una simple cuestión de integrismo religioso. Por su parte, el tradicionalismo en vez de reducir a su enemigo lo multiplica y difumina, convirtiendo el progresismo en múltiples etiquetas que combatir: laicismo, hedonismo, relativismo, etc.

Sin embargo las dos pueden reconocerse como aliadas ante un enemigo común a ambas: la modernidad. Una y otra luchan contra ella con distintas estrategias que buscan en teoría mejorarla, pero que en la práctica sólo logran retrocesos, especialmente en el campo de las libertades individuales. Se sitúan frente al ideal internacionalista de la modernidad y su tan discutida globalización: el progresismo levantando la bandera de unas fronteras estatales para defenderse de lo que considera abusos del mercado transnacional; el tradicionalismo proponiendo como únicas fuentes de legitimidad unas identidades colectivas heredadas anteriores a la configuración de los Estados y que mantienen a los individuos a salvo del poder estatal.

Esta última postura, el tradicionalismo, defiende que todo lo que puede empeorar lo hará necesariamente. Es sólo una forma más compleja del viejo pesimismo anterior a la Ilustración. En el caso de la objeción ante la Educación para la Ciudadanía esto se traduce en la sospecha de que esta asignatura "pueda llegar a ser", y por tanto "llegará a ser necesariamente", un instrumento de ideologización y adoctrinamiento del Estado sobre los individuos.

Pero frente a esta "sospecha comprobada" el tradicionalismo no se erige en defensor del yo, pues su ánimo de sospecha es permanente y se extiende a otros logros de la modernidad. Así: de la libertad de conciencia sospecha el relativismo, de la autonomía del sujeto la destrucción de la autoridad, del respeto a la diversidad cultural el nacionalismo, del no ensañamiento terapéutico en enfermos terminales el suicidio asistido... Y el progresismo, con su incapacidad para ver más allá del Estado (o en el interior de él) tampoco es capaz de rescatar al yo de este fuego cruzado en el que se encuentra en plena posmodernidad.

O tal vez sí. De uno y de otro lado pretenden hacer reaccionar al yo a través del miedo. Basten como ejemplo estas palabras de George W. Bush acerca de la tan manida crisis pronunciadas el 24 de septiembre de 2008:

"Si tienes un negocio o una granja, los bancos no te darán crédito y tendrás que cerrar o vender; si tienes un plan de pensiones, la Bolsa se desplomará y tu pensión se reducirá; si quieres enviar a tus hijos a la universidad, no habrá préstamos; si tienes una hipoteca, el valor de tu casa se hundirá".

Lo malo es que el miedo, en tan alta dosis, paraliza más que moviliza.

La solución es que el yo vuelva a batallar contra todo exceso de poder político que lo convierta en súbdito, de poder económico que lo reduzca a mero consumidor, de poder social que sólo lo considere siervo y de poder religioso que lo vea sólo como un feligrés.

El yo tendrá que volver a gritarles, con la fuerza de la razón, a uno y otro bando, que las pertenencias colectivas, desde la modernidad hasta hoy, son sólo opciones del individuo y nunca realidades anteriores que éste debe heredar y propagar. Sólo entonces cesará la guerra y las conciencias no estarán llenas de miedos ni de objeciones de ningún tipo.

(Para saber más):

(1) Porta, Miquel: "El diálogo como terapia buenista", en El fraude del buenismo, coord. Valentí Puig, Ávila 2005, FAES, descargar aquí en .PDF

(2) Peces-Barba Martínez, Gregorio: "La ideología del enemigo total", en El País, 1 de julio de 2008, leer aquí en la web de ElPaís