Quienes escuchamos la extensa entrevista que una emisora radiofónica le hizo ayer jueves a don Celestino Corbacho, ministro de Trabajo del Gobierno de España, vimos confirmado lo que, hace más de un siglo, afirmó un grave filósofo de luengas barbas: un ministerio del Trabajo es, por definición, un ministerio de la impotencia.
Como es habitual entre los políticos de este país, Corbacho fue sorteando a base de ambigüedades las diversas cuestiones que le planteó el entrevistador. Mucho más difícil le resultó mantener el tipo ante las preguntas planteadas en directo por los oyentes, en general afectados por la precariedad laboral. Pero la intervención de Corbacho alcanzó la apoteosis del patetismo cuando un hombre le preguntó al ministro qué podía decirle ante el problema que se le avecinaba: dentro de un mes sería despedido de su empleo. La respuesta de don Celestino consistió, más o menos, en decirle que no perdiera la esperanza y confiase en el futuro.
¡No pierdas la esperanza, hermano! Eso está muy bien que lo diga un especialista en levantar el ánimo: un cura, un psicólogo o incluso el Rey, que no pincha ni corta a la hora de solucionar los problemas de los habitantes del país. Pero un ministro se supone que está para algo más. Por lo menos, podía haberle informado de la dirección de la oficina del INEM más próxima para que acudiera a solicitar la prestación por desempleo.
En España, el ministerio de Trabajo tiene a su cargo el cumplimiento de la normativa legal aplicable a la actividad laboral, especialmente en lo que se refiere a la Seguridad Social, así como el desarrollo de la política gubernamental en materia de desempleo. Esta última se efectúa a través del Instituto Nacional de Empleo, más conocido por su siglas: INEM. Nada más. En una economía de mercado, donde el trabajo ha sido convertido en esa frágil mercancía llamada empleo, el papel gubernamental es prácticamente inexistente.
Pero la carga emocional que recae sobre el término trabajo es tan intensa, que casi todo el mundo parece esperar alguna capacidad taumatúrgica de la sección gubernamental que lleva ese nombre: Ministerio de Trabajo. Pero recordemos las palabras que, según Dante, estaban grabadas en el pórtico de entrada al infierno: Lasciate ogni speranza voi ch entrate. Abandonad toda esperanza los que entráis en ese infierno laboral controlado por los demonios de la avaricia y la ambición que, como se ha visto en la actual crisis económica, son los principios rectores de la actividad mercantil. El trabajo será, como su etimología indica (tripalium), vuestro tormento cotidiano, pero el endiablado día en que al liberal propietario del potro de tortura, le deje de interesar aplicaros el suplicio, os liberará del mismo. Abrirá las argollas contractuales que os sujetan al potro y os pondrá de patitas en la calle.
Una de las magníficas libertades establecidas por el liberalismo es la libertad de despido. Porque el cacareado derecho al trabajo es una mera ilusión sobre papel, pues no existe ninguna vía legal por la que el ciudadano pueda reclamar al Gobierno que le facilite un empleo. Bajo el liberalismo que preside el ordenamiento constitucional y jurídico de las democracias occidentales, la mercancía empleo es una propiedad privada. Que sus propietarios ponen en el mercado sólo cuando consideran que la operación les resulta rentable. Salvo en lo que concierne a los funcionarios que manejan su maquinaria, el Estado no tiene ninguna atribución para crear puestos de trabajo.
Algo de eso nos explicó Karl Marx en La lucha de clases en Francia, al referirse a un momento del período revolucionario de 1848 en que el obrero Marché dictó el decreto por el que el gobierno provisional recién formado se obligaba a asegurar la existencia de los obreros por el trabajo, a procurar trabajo a todos los ciudadanos, etc. Pocos días después, el gobierno olvidó sus promesas y una masa de 20.000 obreros marchó hacia el Hôtel de Ville a los gritos de ¡Organización del trabajo! ¡Queremos un ministerio propio del trabajo!
Al aire de este episodio advierte Marx: El trabajo asalariado es ya la organización existente, la organización burguesa del trabajo. Sin él no hay capital, ni hay burguesía, ni hay sociedad burguesa. ¿Es que los ministerios de Hacienda, de Comercio, de Obras Públicas, no son los ministerios burgueses del trabajo? Junto a ellos, un ministerio proletario del trabajo tenía que ser necesariamente el ministerio de la impotencia.
Don Celestino Corbacho tiene nombre y aspecto de persona trabajadora, y sus orígenes de extremeño inmigrante a la industriosa Cataluña así lo avalan. Pero aparte de organizar las prestaciones por desempleo, no tiene la menor competencia para crear otro empleo que el de esos 1.500 funcionarios que aseguró haber contratado para reforzar las oficinas del INEM. Por eso, lo único que puede aconsejar es: tened esperanza hermanos. Si bien algunos que hemos leído La divina comedia andamos un tanto desesperanzados.
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