La choza de Obama

Si algo tiene de bueno la vida es que siempre nos sorprende, tanto para bien como para mal -desgraciadamente lo más usual-, pero que suele dejar una puerta abierta para la incertidumbre, la esperanza y los sueños, algo básico para seguir adelante y evitar así que media humanidad con aspiraciones de cambio y hambre de experiencias nuevas se reviente la tapa de los sesos si le da por pensar que todo está atado y bien atado, y que no hay posibilidades de alterar nuestro destino por nosotros mismos y algo de suerte. Quién le iba a decir al padre de Obama, allá en Kenia, antes de partir para Estados Unidos, que se casaría con una blanca y su hijo vengaría la mísera choza de barro y palos en la que nació él, con unos años de usufructuario en otra mítica choza en blanco nuclear y que, como en el cuento de los tres cerditos, es la única que de momento resiste a los inesperados huracanes de una vida que ya se despachó a gusto la de barro en África y la de ladrillo en Hawai.

Una choza a la que políticos norteamericanos de los últimos doscientos años han aspirado, considerándola como una especie de tabernáculo en cuyo interior se guarda el poderoso trono desde el cual su ocupante dirige o intenta dirigir el destino del mundo mundial. Su dirección, la mítica 1600 Pensylvania Avenue, es de todos conocida, por encima del 10 de Dawning Street del Primer Ministro británico, del 221b de Baker Street, famoso piso de solteros regentado por Sherlock Holmes y su amigo el doctor Watson, o incluso me atrevería a decir que de la finca más famosa de España, que responde al nombre de Ambiciones y hogar del clan Janeiro, cuya dirección es referencia obligatoria de las revistas del cuore cuando mandan a sus tropas de base a hacer imaginarias en la puerta.

Este singular edificio, que podemos admirar desde el Parque Lafayette, situado delante de ella, o bien desde la Elipse, el famoso campo abierto que hay detrás de ella, surgió gracias al concurso convocado por el presidente George Washington para la creación de un palacio presidencial. A tal convocatoria se presentó el ciento y la madre, contando entre las filas de los concursantes gente de la talla de Thomas Jefferson, arquitecto y autor de la Declaración de Independencia, y aunque participó de forma anónima con las inciales A.Z, seguro que entre sus rivales empezarían las típicas habladurías de que el concurso ya estaba dado, que siempre le tocaba a los mismos, que si A.Z era el seudónimo del Jefferson, que se lo había dicho su cuñao…

Al final, echando por tierra los informes categóricos del cuñao listillo, el que se llevó el gato al agua fue un arquitecto de origen irlandés llamado James Hoban. Su propuesta era una mansión estilo Palladian, construida de arenisca pálida y gris, con la idea de hacer tres pisos y unos cien cuartos. Aunque también es cierto que en 1806, el amigo Jefferson metió un poco de mano en su diseño cuando se mudó allí como tercer presidente, así que igual algo de razón tenía el pesado del cuñao, que por fin pudo decir No te lo había dicho yo…

La pena es que trece años después de ser construida, reformitas de Jefferson inclusive, la guerra de 1812 con los hijos de la Gran Bretaña hizo que éstos le dieran un par de vueltas al roast beef sobre las brasas generadas por su quema. De nuevo Hoban la reconstruyó, bastante mosqueado con los ingleses desde entonces, por cierto, pintando de blanco las paredes de arenisca. El diseñador y dibujante Benjamín Henry Latrobe añadió el pórtico, creando una azotea apoyada en columnas que convierte a la casa georgiana en una neoclásica.

Poco a poco fue mejorándose con los años, como cuando fue dotada de agua corriente en 1835 y de calefacción central. En 1901 le tocó el turno a la luz eléctrica. En 1929, mal año parece, pues además del crack de Wall Street hubo un fuego en el Ala Oeste. Tras la Segunda Guerra Mundial, los dos pisos principales fueron demolidos y renovados totalmente, hecho que hizo que con las tonterías, Harry Truman no pudiese vivir en la casa durante parte de su mandato.

La choza de la que disfrutará Obama, cuyo blanco marca el revolucionario contraste con el tono oscurecido de las chozas originarias de su familia, símbolo quizá de que todo en la vida tiene su contrario, que no siempre es negativo, sino que a veces complementa y enriquece, tiene 6 pisos, 8 escaleras, 132 cuartos, 35 cuartos de baño –sufre Preysler-, 28 chimeneas, 147 ventanas, 412 puertas y 3 ascensores. Casi ná. Esperemos que el nuevo inquilino de la Casa Blanca sepa dirigir con tino los destinos de su país, y de rebote, sus relaciones con el resto del mundo. Y si algún día tiene dudas, pues que le consulte al fantasma de Abraham Lincoln, que dicen que rula por sus pasillos, verruga en ristre, y que suele aparecerse a la peña en épocas de crisis.

 Apariciones en la Casa Blanca