Raúl, sólo Raúl

Aunque suene un poco cenizo, el chiringuito tiene hechuras de desplomarse, y pese a las tres negaciones a la grande del ministro Solbes de que nuestro sistema bancario es seguro y está más fuerte que el vinagre, la peña no las tiene todas consigo y ya se ve tirando de gasógeno, algarrobas, pan de centeno y achicoria en lugar del eterno cafelito en el trabajo. El que lo tenga, claro. Menos mal que ante tanta fatalidad, siempre hay alguien que se mantiene en pie, batiéndose el cobre contra todo y contra todos, no por el qué dirán sino por qué se dirá él así mismo.

Pues sí, ese alguien existe y responde al nombre de Raúl González, de profesión futbolista. Un trabajo deseado por muchos currelas, desprestigiado por otros tantos, y sobre todo mitificado por una multitud de infantes que ven reflejado el éxito y el dinero –los únicos dioses que se adoran en nuestra sociedad- en el cristal de las gafas de diseño que lucen estos nuevos iconos pop.

Sin embargo, Raúl no parece pertenecer de lleno a ésta especie de Olimpo sagrado donde cada futbolista tiene una costosa parcelita cuyo terreno es hábilmente explotado gracias a la venta de su careto para promocionar todo tipo de productos. Por supuesto que el también se ha prestado, por digamos que su imagen no se ha hecho tan cansina como la del apolíneo Beckham, que se rapa el pelo y a los tres días gasta una larga melena pantojera que uno ya no sabe si se trata de un futbolista o de la muñeca Rosaura esa que le crecía el pelo, o del poquísimo agraciado Ronaldinho, por poner algunos ejemplos.

Pero aparte de su estética normal, dentro de las joyitas que se ven en este mundillo cargado en los últimos años de tatuajes y zarcillos de diamantes, el hombre cumple con su función en el terreno de juego, que es lo mejor que se le puede decir a cualquier futbolista. Un tipo que lleva catorce años jugando, con una trayectoria lineal, con bajones como todo hijo de vecino, pero aún dentro de esos bajones sin ver puerta, seguía dejándose la piel en cada partido hasta el minuto noventa.

Hay un dicho muy bueno en el mundo taurino que dice que las grandes faenas son para los malos toreros, ya que en toda su vida profesional tan sólo le recordarán por aquella tarde gloriosa, pero no por las quinientas tardes siguientes en las que se jugó la vida igual. Pues con el fútbol, salvando las distancias, ocurre lo mismo. Existen jugadores mediocres que hacen un par de partidos geniales, meten un gol espectacular o incluso realizan una magnífica temporada, pero una vez finiquitada la exitosa racha, al final peta la máquina pues no está preparada para seguir a ese ritmo durante muchos kilómetros más. Sin embargo, los grandes, los que siempre rinden al máximo –aunque no se refleje en goles o grandes jugadas- no están obligados a sorprender todos los días a los aficionados, ya que éstos dan por descontado que jugarán como siempre, convirtiendo su confianza en una especie de cheque en blanco con el que pagar la regularidad, el esfuerzo y la seguridad que les dan en el ejercicio de su trabajo.

Puede que Raúl ya no sea aquel chaval que irrumpió con fuerza en el fútbol español para deleitarnos con su clase y hambre de gol. Ya sabemos que el tiempo no pasa en balde. Pero Raúl es un veterano guerrero, curtido en mil partidos, siempre en primera línea de batalla, impasible el ademán, consciente de que en su particular guerra el mayor daño que sufre no viene de las entradas de los defensas, del entrenador de turno o de las críticas de la afición, sino de las certeras balas del tiempo que, convertidas en años, atraviesan sin piedad su cuerpo con la intención de dejarlo inerte sobre el césped. Pero como es uno de los grandes, ni dará ni pedirá cuartel, y seguirá en combate, exprimiendo la calidad que aún le queda entre sus botas, hasta que el espíritu de la dignidad le indique que ya ha peleado suficiente y que la última batalla, aquella que todos llevamos contra el tiempo, es imposible de ganar mientras seamos mortales.

Muchos dicen que ya no está para ir a la selección, que hay muchos futbolistas jóvenes que hacen mejor papel que el legendario número siete madrileño. Es posible. Pero no todo es calidad y juventud, y más en una selección, en lo que también se tiene que valorar la veteranía y el arrojo, el esfuerzo y la fidelidad, y sobre todo, saber que cuando uno corre por el terreno de juego, representando a su país, cuando mire atrás, sabrá siempre que su espalda estará cubierta por un tipo que venderá caro su pellejo por un pase o un desmarque, y que le echará una mano –o un pie- en lo que pueda mientras le quede un soplo de vida.