De Yang Peiyi a María Blanchard

El caso de Yang Peiyi, barrida de la ceremonia de apertura de los JJOO, nos ha traído a la memoria a María Blanchard, pintora genial y atormentada, de conmovedora historia.  Otra mujer devastada por su desequilibrio estético.

A Yang Peiyi, nuestra china preferida, le suprimieron la presencia por tener una dentadura orogénica, con dientes tan desiguales como los inmensos escarpes del Himalaya. A María Blanchard, desgraciada donde las haya, hermana involuntaria de la fealdad, guardiana de la disimetría corporal, el destino le preparó con especial malicia una vida repleta de golpes. Acarreó durante toda su trayectoria un punzón que la atravesaba de norte a sur, en unos tiempos, preámbulo del siglo XX, donde nadie, ni el más moderno de los proféticos, imaginaba a la actriz Keira Knightley negándose a que la sometieran a sesiones de Photoshop.

María, a la que descubrí con quince años y que conmovió mis sueños en el siguiente otoño, nació deforme ante el asombro silencioso de sus progenitores, miembros de la pudiente burguesía cántabra (su madre era de origen polaco-francés).

Como Yang Peiyi con su voz, María Blanchard, desastrada, raída, principio de síndrome de Diógenes, encontró en el pincel el mejor de los martillos con el que intentar -sin éxito- destronar a los espejos. María, tímida y agónica, tan parecida a las peores chicas que pintaría Edgard Munch, también era constante, terca, orgullosa, y sin embargo pesimista. La adversidad la hacía tambalearse, pero su talento en las artes plásticas reequilibraba sus constantes vitales.

A María, paisanos, convecinos, compañeros, familiares, transeúntes y funcionarios le llamaron ´la Bruja´, ´la jorobada´, ´la artista fea´. Se sonreían cruelmente a su paso, la vejaban en los corrillos. Con 28 años marchó a Francia (Yang Peiyi también debería escapar a Japón). Recluida en un colegio de monjas, dio clase de dibujo a las alumnas, unas pánfilas de trazo irregular. Salió a flote, definió su estilo desbordante, personalísimo… y conoció a Juan Gris, su hombre, al que veneró como una fan desesperada. Cubista perdida, y por empuje bélico, María volvió a la España vejatoria. Su primera exposición cubista (Madrid, 1915) acabó de forma espantosa. Acto seguido bajó la cabeza en Salamanca, donde recibió de nuevo las banderillas negras del peor de los castigos.

Buscando la luz, regresó a un París contusionado. Y sonrió tras la larga tormenta. En pleno verano de emociones, en 1921, gracias a su cuadro ´La Comulgante´, fue ofrendada con el mejor trigo parisino. Pero María, devastada por el devenir, protagonista idónea de sitcom vespertino, candidata a ser recordada por Guille Milkyway, acabó noqueada al sobrevenir la muerte del maestro Gris. Con sus deformidades por testigo, rendida, maloliente, penó hasta morir, olvidada, en la habitación de la vía Boulard.

Ahora María Blanchard refulge entre lo mejor de nuestras artes. A Yang Peiyi, mucho más hermosa que María pero igualmente aplastada por el mainstream, todos la recordarán cuando ya nadie existamos. Fue la voz sin rostro.