El uso de unas determinadas palabras en lugar de otras determinan el trasfondo y la dimensión real del discurso ideológico del texto que se escribe, incluso cuando el autor quiere mostrarse neutral u objetivo. El reportaje España en versión original de Mari Luz Peinado pone en evidencia una vez más que el prejuicio existe y que los vocablos no son gratuitos, sino que tienen una dimensión social e ideológica. Por mucho que el subtítulo reze "hablando y escuchando sin prejuicios, ¿nos entendemos?", no es lo mismo hablar de comunidades bilingües que de comunidades con lengua propia. Y mucho menos intentar de equiparar ambas designaciones como sinónimos exactos (aunque ya se sabe que la sinonímia por naturaleza es siempre asimétrica e inexacta).
Un análisis no demasiado riguroso ya nos pone de manifiesto que el reportaje parte de tres conceptos o premisas que son de dudosa neutralidad y de muy difícil interpretación ya que requieren un gran esfuerzo de matización si no se quiere incurrir inocentemente en el prejuicio. Me refiero a los términos "convivencia lingüística", "lenguas minoritarias" y "el uso de la lengua como arma política". Así pues, uno de los objetivos de la redactora es salir a la calle para comprobar el modelo de convivencia lingüística y la conclusión a la que llegará finalmente será que «el continuo uso y manipulación de la lengua como arma política ha desvirtuado la esencia de un debate que no es baladí puesto que las decisiones que se adopten sobre el asunto tendrán un peso innegable a la hora de determinar de las nuevas generaciones [sic] y de estas sociedades», conclusión que no deja de ser un tanto confusa. Finalmente, deberíamos cuestionarnos si el número limitado de hablantes de una lengua dada basta para considerarla simplemente minoritaria.
Dicho esto, no sobrarían otras consideraciones como el hecho de que no se visiten el País Valencià, Nafarroa, Aragón (donde se hablan tres lenguas distintas -castellano, aragonés y catalán-, las dos últimas sin reconocimiento oficial aún) y Astúrias (donde aún hoy no se reconoce la oficialidad del asturiano); o bien que el punto de vista del reportaje sea externo al objeto de análisis. Y es que cada una de estas autonomías, así como las que pisa Mari Luz Peinado, vive una realidad lingüística lo suficientemente compleja como para que el visitante esporádico la pueda percibir en toda su magnitud, tal como reconoce ella misma. Por ejemplo, es puramente imposible hablar de la situación de una lengua si no se abraza en su totalidad y se denuncia el primer problema común a todas ellas: la fragmentación administrativa, acentúada en el caso del euskera, pero aún más en el del catalán. Más adelante volveré a ello.
Precisamente es el punto de vista del reportaje el que muchas veces hace que se pierdan los matices de la realidad y se caiga en un maniqueísmo involuntario. Lo primero que debería constatarse es el conflicto lingüístico existente, en mayor o menor grado, en Catalunya, Illes Balears, País Valencià, Euskadi, Nafarroa, Galiza, Aragón y Astúrias. Esta misma constatación es la que pone en tela de juicio el concepto de "convivencia lingüística" que, a lo sumo, nos lleva a una situación utópica. Si a todo ello le añadimos aún que todas estas autonomías son denominadas "comunidades bilingües" ya tenemos el pastel, con guinda incluída, listo para servir. Ciertamente, en todos estos contextos de contacto de lenguas, hay, más o menos latente, una tensión entre dos (o más) comunidades lingüísticas, una lucha entre ambas para hacerse con los mismos ámbitos de uso. Sin embargo, no se trata en ningún caso de un juego limpio. Mientras que una -el castellano- parte con la ventaja de ser la lengua dominante por estar presente en todos los ámbitos posibles, las otras aún se encuentran con numerosos obstáculos para recuperar el terreno perdido por factores estrictamente extralingüísticos (es decir, una dura persecución política acaecida en los últimos tres siglos y gravemente magnificada hasta casi el último cuarto del siglo XX). Parece, pues, que la realidad nos enseña que dos lenguas nunca conviven en una sociedad de manera harmónica, almenos si no parten, como es el caso, de las mismas condiciones. Así las cosas, también se complica el significado y la magnitud de la designación de estas sociedades como "comunidades bilingües". Lo único que se constata con tal terminología es el conflicto existente entre dos o más lenguas en el seno de una misma comunidad de personas que sólo puede resolverse de dos maneras distintas: a) se llega al punto de la substitución lingüística, es decir, la lengua dominante sustituye a las demás; o b) se llega al punto de la normalización lingüística, la "lengua desfavorecida" recupera todos sus espacios de uso perdidos. La consecución de la "situación b" permitiría plantearse, entonces sí, esa tan confusa "convivencia lingüística". Por todo ello es que, si bien se debe considerar al actual estado español como plurilingüe -porque en él existen y se hablan ocho lenguas propias-, no así a las diferentes comunidades donde alguna(s) de las siete lenguas compiten día a día en desventaja contra la predominante en sus propios dominios lingüísticos. Además cabría añadir aquí, a modo de reflexión, el hecho de que en las sociedades actuales la nueva immigración ha hecho que pasáramos de tener dos lenguas, tres como mucho, en nuestras calles a tener varios centenares. Con lo cuál se da el caso de que en todas las autonomías del actual estado español ya se habla más de una lengua.
Todo lo argumentado anteriormente nos lleva a la consideración de que catalán, euskera, gallego, aranés (occitano), asturianu, aragonés y caló son, además de lenguas minoritarias, sobretodo lenguas minorizadas. Evidentemente, en relación al castellano son lenguas minoritarias -no en vano es la segunda lengua más hablada en el mundo con alrededor de 350 millones de hablantes, después del chino mandarín que cuenta con 874. Pero eso no supondría ningún problema y no afectaría directamente a las otras lenguas si, como decía más arriba, no hubieran tenido lugar los sistemáticos intentos para acabar con todas ellas (procesos de minorización), bajo el presupuesto, promovido sobretodo por el ideario triunfante de la revolución burguesa (francesa) de 1789, de un estado (que no nación), una lengua. Un pensamiento que se justificaba en uno de los tres pilares fundamentales de tal contienda, la igualdad. El hecho de que no todos los recién ciudadanos de la nueva república francesa hablaran francés constituía un factor grave de desigualdad entre ciudadanos de un mismo estado, con los mismos derechos y deberes, que había que corregir eliminando todas esas lenguas "no francesas", relegándolas, como primer paso, al ámbito más estrictamente doméstico y familiar. ¿Os suena? Una lengua minorizada es, por lo tanto, «aquella lengua que, aún siendo la propia de una comunidad de hablantes, padece una restricción de sus ámbitos y funciones de uso en un(os) territorio(s) determinado(s), de modo que no sirve o no es necesaria para la mayoría de ámbitos o de ocasiones en que se tiene que recurrir a la comunicación verbal». Asimismo, «una lengua se considera minorizada después de un proceso de bilingüización de su comunidad lingüística que la conduce a la marginalidad o subordinación lingüística» (Diccionari de sociolingüística, Enciclopèdia Catalana, Barcelona, 2001).
Llegados a este punto, estamos en condiciones de subrayar la debilidad sobre la que se sustenta la conclusión del reportaje de Mari Luz Peinado. Las lenguas, desde tiempos immemoriales, sea cuál sea, siempre han sido un arma política. No en vano, son el armazón sobre el que se baste una cultura, una sociedad, una manera de explicar y de entender el mundo, y, a menudo, un poder más o menos presente. Porque no hay que olvidar que una lengua, más allá de su función como sistema de comunicación verbal entre personas, es también el factor que une a una determinada comunidad de personas no sólo sincrónicamente, sino también diacrónicamente. Por consiguiente, aglutina a un determinado grupo de personas que comparten esa misma lengua. O, en otras palabras, resulta que una lengua es el factor por excelencia y mayoritario de identidad por ser definitoria de colectividades. En este sentido, esgrimir el argumento de que son las personas y no las lenguas quienes tienen derechos y deberes para apelar a la libertad de los padres de escoger la lengua de escolarización de sus hijos (hipotecando su futuro, se debería añadir), resulta sorprendente, ridículo y paradójico. Porque según este mismo argumento, se podría afirmar que sólo existe el individuo y no la colectividad, con lo cual se estaría negando que los seres humanos somos, por mucho que nos esforzemos (o se esfuerzen por nosotros) a creer lo contrario, animales sociales. Una lengua, pues, no tiene sentido de ser si no es en plural, es decir, que sirve para la comunicación entre dos o más personas, entre una comunidad de hablantes, lo que atañe de nuevo a la colectividad y, por consiguiente, a sus derechos como tal. Es por ello que la Declaración universal de derechos lingüísticos entiende, en su artículo primero, que una lengua es, por definición, una comunidad de personas: «Esta Declaración entiende como comunidad lingüística toda sociedad humana que, asentada históricamente en un espacio territorial determinado, reconocido o no, se autoidentifica como pueblo y ha desarrollado una lengua común como medio de comunicación natural y de cohesión cultural entre sus miembros. La denominación lengua propia de un territorio hace referencia al idioma de la comunidad históricamente establecida en este espacio».
Sin querer entrar en profundidad en la cuestión, me gustaría, antes de poner el punto y final, enumerar una serie de problemas con los que tienen que enfrentarse todas las lenguas propias del actual estado español, excepción hecha del castellano: que la Constitución de 1978 no las reconozca oficialmente; el uso érroneo de "lengua española" para referirse exclusivamente al castellano (contrario a la misma Constitución e inútil para identificar a las otras lenguas propias); la fragmentación administrativa de todas ellas (el hecho de que la Constitución deje en manos de los estatutos de autonomía el reconocimiento o no de las lenguas propias provoca una situación de desamparo y desigualdad entre los hablantes de una mism lengua ya que la situación en que se encuentra esta en cada territorio donde se habla, depende de la voluntad política (e ideológica) de sus gobernantes); la política secesionista liderada por algunos sectores políticos de la derecha y seguida sin complejos por algunos sectores de la izquierda que siguen la máxima de Julio César «divide y vencerás»; y un largo suma y sigue que imposibilita verdaderamente que todas las lenguas propias del actual estado español puedan normalizarse finalmente para que cualquiera de sus hablantes pueda desenvolverse en su tierra plenamente con su lengua materna o de adopción.
Para concluir, me gustaría hacerme eco de la conclusión, más que sensata, a la que llega Juan Carlos Rodríguez Cabrera, catedrático de lingüística general de la Universidad Autónoma de Madrid, en su artículo Lenguas españolas y que comparto plenamente: «Mucho más sensato y más igualitario es afirmar que el catalán, gallego, euskera, asturiano y aragonés son lenguas de España. Al menos en el caso de las tres primeras, podemos decir también que son los idiomas característicos de sus respectivas naciones. Igual que se reconoce que el castellano o español es uno de los elementos fundamentales que define la nación española, no veo objeción alguna para reconocer que el catalán es uno de los constituyentes definitorios de la nación catalana y que este idioma es la lengua catalana por antonomasia, no el castellano; de modo análogo ha de razonarse respecto del gallego y el euskera. Pero este tratamiento lingüístico más equilibrado solo cabría en un modelo de Estado federal de tipo plurinacional, que reconozca las diversas naciones históricas que componen España en la actualidad y su derecho a decidir cómo desean relacionarse con ese Estado. Muchos de los problemas del bilingüismo son, en realidad, políticos, aunque se intenten disimular u ocultar con expresiones y conceptos lingüísticos». Con lo cual se evidencia todavía más, si cabe, que el análisis de la(s) realidade(s) del catalán, del euskera, del gallego, del aranés, del asturiano, del aragonés y del caló merece una aproximación que vaya más allá de la visita esporádica, que mantenga una cierta empatía con los hablantes de dichas lenguas para que uno se pueda poner en su sitio y que se aleje lo más posible de comprobar o no los tópicos que rodean un "debate" desvirtuado y que, en todo caso, no se proyecta en toda su magnitud, siempre huyendo del rigor científico que merece (¿alguien se pregunta por qué?). Más que de lenguas minoritarias, deberíamos hablar de lenguas minorizadas; más que comunidades bilingües, se deberían denominar comunidades con lengua(s) propia(s); más que en derechos individuales, habría que pensar en derechos colectivos cuando tratamos de lenguas y sus respectivas comunidades lingüísticas; y más que en la convivencia lingüística, deberíamos pensar en la normalización lingüística como paso previo para llegar a tal utopía.
Un buen comienzo sería empezar a considerar cualquier lengua como patrimonio indiscutible de la humanidad. Pensándolo bien, si se refiere a las lenguas como seres vivos -es decir, que nacen (crecen, se reproducen) y mueren-, asimismo si la pérdida de una especie animal o vegetal perjudica gravemente al conjunto del ecosistema, también la extinción de una lengua empobrece seriamente a la humanidad entera ya que se pierde una forma de entender y de explicar el mundo. Es nuestra responsabilidad como personas hacer lo posible para la supervivencia de todas las lenguas que hoy se hablan en el mundo y favorecer al máximo el pleno desarrollo de aquellas que son o han sido minorizadas. Entender que la diversidad es la que llena de color el mundo y la que nos permite seguir avanzando día a día. Si no queremos, por el contrario, que sólo exista una única visión (o unas pocas) del mundo; si no queremos llegar al punto en el que la uniformidad sea tal que se nos coma a nosotros mismos y nos despersonalice, del mismo modo que la acción destructora del medio ambiente y del ecosistema global por parte del ser humano acabará por destruirnos a nosotros mismos.
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