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Algo no va

Por andratx
Actualizado 30-07-2008 20:56 CET

La madurez y la solidez de una democracia se mide según la confianza que genera en sus conciudadanos, excelencia que sólo puede adquirirse con un alto grado de participación del demós en el kratós. Cuando los polos se invierten y hay una acción tutelar del objeto hacia el sujeto llega el momento en que se corre ese riesgo de padecer un mal endémico y que, cuando menos, llegue a convertirse en una auténtica pandemia.

El problema se vuelve más grave si los fundamentos sobre los que se estriba el sistema no han sido diseñados para satisfacer a todo el conjunto y mucho menos si no se ha dejado el espacio necesario para poder pensar en posibles ampliaciones. Porque llega un momento en que ataca la aluminosis y entonces el nerviosismo entre convecinos es tal que más de uno se plantea adquirir una vivienda de su propiedad antes que caer en un parcheado eterno que, lejos de aportar soluciones, aún enrarece más el ambiente, lo degrada y al final no hay otra salida que declarar en ruina todo el edificio.

La reciente publicación de las balanzas fiscales es una muestra fehaciente de que el sistema democrático español genera más decepción y escepticismo entre sus conciudadanos que no ilusión y esperanza. Pero esa no es la única grieta, aunque sí una de las más visibles, junto al inmovilismo constitucional; una ley electoral que beneficia claramente e impone sin escrúpulos un dañino y más que reprovable bipartidismo; una dependencia de facto del poder judicial del ejecutivo y/o legislativo; la ilegalización de partidos con la consecuente criminalización de las ideas; el cierre, el secuestro o la censura de/en los medios de comunicación, cuando no autocensura; la vigencia de una institución en la jefatura de estado que se convierte en hereditaria y no es decidida libremente por los ciudadanos; el sometimiento de la dignidad humana a las leyes y la sinergia de la economía de mercado; así como un largo etcétera que no cuesta mucho de imaginarse.

Que la apatía política entre los conciudadanos que conforman nuestro sistema democrático actual es un hecho, nadie lo puede poner en duda. Los datos de participación en todas las últimas elecciones lo ponen de manifiesto y son síntoma inequívoco de que algo no va. Lo que deberíamos preguntarnos es a quien beneficia e interesa mantener la situación actual, lo que implica y hacia dónde nos lleva.

La debilitación de nuestro sistema democrático es fruto de los factores que antes mencionaba, tras los cuales se esconden los oscuros y nunca transparentes intereses de los partidos políticos y de la misma clase política que, por mucho que se encuentre, nunca irá en su propio perjuicio. En este sentido, la debilidad de un sistema donde el ciudadano, entendido como individuo pero también como colectivos diferentes y diferenciados, debería disponer de un poder que no tiene más que cada cuatro años, que aún así se podría poner en cuestión, conlleva la tutela del sujeto por el objeto. El propietario de un piso del edificio se convierte, de este modo, en propiedad, dando lugar a una estrambótica y grotesca simbiosis por la cual el ciudadano también será declarado en ruina por ser parte indisociable del objeto, asumiendo este en última instancia la renuncia a su coresponsabilidad para con la acción de gobierno. 

Nuestra democracia padece, claramente, una grave enfermedad y puede que llegue a ser enfermiza. Aunque si bien es cierto que es un mal extendido por buena parte de Europa y de las democracias occidentales en general. Así pues, parece que no es exagerado diagnosticar un caso de pandemia que necesita una revisión a fondo para poder salir de la UCI y, una vez en planta, reinventarse a sí misma. Y esa reinvención sólo tiene un camino: contar con el ciudadano para gestionar el poder, es decir, devolver el kratós al demós.

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