OLIMPIADAS DESDE EL SOFÁ

Ya casi están aquí. Tras recorrer una larga órbita alrededor del planeta de cuatro años de duración, al finalizar este ciclo son atraídas irremisiblemente por grandes ciudades que han acumulado, vía subvención y favores a devolver en el futuro, una nada despreciable cantidad de mejoras con las que obsequiar a los dioses del Olimpo su deferencia por elegir sus instalaciones para echar un televisivo agosto muy rentable y de paso ganarse la reelección de la alcaldía el político de turno.

Donde esté Naranjito...

Igual el amigo Pierre de Coubertin, creador de los Juegos Olímpicos modernos, nunca pensó que su idea de rescatar las carreras de los antiguos griegos pudiera llegar a dar tanta pasta, y que los países en general y las ciudades en particular eran capaces de empeñarse, hasta dejar incluso a la suegra del alcalde en prenda para lograr el suficiente parné con el que realizar las ñapas. Lo del espíritu olímpico, lo importante es participar y todo eso se quedó tan solo en una declaración de intenciones, que se lo digan a los deportistas de élite con beca Ado, que si pasan del octavo puesto el año siguiente tienen que romper la hucha del cerdito que habían cebado desde la comunión para intentar correr por lo menos en el cross de Navidad de su barrio.

A ver como se da este año la cosa en Pekín. Entre nuestras filas tenemos mucha calidad, y desde luego bastantes posibilidades de hacer mucha pupita a las potencias de siempre. Aunque desde luego, lo que más me mola de las Olimpiadas es la que se organiza en las casas, normalmente a manos del pater familias, el cual, como si hubiese recibido un amenazante burofax de Zeus exigiéndole seguimiento constante, no se pierde ni una de las pruebas televisadas. Ya sea lanzamiento de martillo, esgrima, levantándose a las cuatro de la mañana para ver la final de judo o saber quien ha ganado la medalla de hípica.

Parece que este año los horarios no están demasiado mal. Bueno, según se mire, porque más de una señora retorcerá el colmillo cuando su marido cambie la telenovela de turno, o el programa que glose los chismes de Belén Esteban, La niña del taxi –supongo que todo un icono ya para el ex gremio del Fary- para poner la final de badminton entre Pakistán y China. Igual esa noche lleva premio la tortilla que se zampa este angelito que nunca le ha gustado ni dar dos golpes seguidos con las palas de la playa.

Quizá este gañancete que se acopla ante el televisor, atornillado en el sofá de scai durante horas, sudando más incluso que los tíos que se dejan el pellejo en la prueba de mil quinientos, añora con nostalgia aquella madrugada del 84, cuando, tirando de mirinda y palomitas, gritó como un descosío durante el partido de baloncesto entre España y Estados Unidos. Una gesta que marcó a una generación, insomne ese verano para seguir las hazañas de una mítica selección de baloncesto, la cual, enfundada en unos mini shorts y sin miedo a nada, se dio de hostias con todo tipo rivales hasta llegar a los sobrinos del Tío Sam, con los que caímos dignamente. Que si, que vale, que después hemos mejorado y ganado hasta medalla de oro, pero el sentido épico de esa actuación no sé si volveremos a repetirlo de aquella manera.

En fin, en breve empieza el maratón televisivo, momento en el que algún que otro aburrido, que jamás de los jamases ha seguido eventos deportivos diferentes al relacionado con el equipo de fútbol de su corasao, se instala ante el televisor hipnotizado ante el juego de piernas de los atletas de turno. Esperemos que algo quede y que los principios con los que soñaba el Barón Pierre de Coubertin hagan mella en el mozo, aunque sólo sea un mísero principio.