Era una extraña película de piratas. Aquella joven devoraba de forma compulsiva un enorme cartucho de cartón repleto de palomitas. Hacía un ruido muy desagradable.
Eso es lo que pensaba el espectador del asiento contiguo. La sesión estaba completa. Era la primera proyección y la película venía precedida de una excelente crítica americana. Las escenas sobre aquel viejo galeón eran magníficas. La fotografía inmejorable. Pero algo comenzó a fallar. El sonido dejó de oirse. Se acoplaron las voces en original. Una serie de molestas rayas aparecieron en la pantalla. Algo inusual para una copia digital. Se hizo la oscuridad. Silencio total. Tras unos segundos de desconcierto, comenzó a inundar la sala un murmullo. De nuevo regresó el silencio. Y todos los espectadores oyeron un leve, agradable y suave tan-tan-tan. Un timbal. Era un timbal. Se hizo la luz.
A la mañana siguiente Matías Prats anunciaba la detención de Alsina Engebe. En un fallo del fluido eléctrico de la sala 13 de los Cines Melodía, había fabricado un timbal con la piel de la cara de su compañero de asiento. Un bello albino de Islandia. Según el periodista, Alsina había declarado que, al acabarse sus palomitas, decidió espantar los malos espíritus de la oscuridad con una vieja melodía senegalesa.
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