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BAJO EL TEMPLO DE DEBOD

Archivado en:
cultura, turismo, sociedad
Por naca
Actualizado 08-07-2008 10:00 CET

En esta época incierta, en la que vientos de crisis curten con fuerza nuestra ajada piel de toro, tendida a su suerte sobre la delgada y efímera cuerda de la bonanza económica de hace unos años, quizá no sea el momento propicio para llevarse de viaje romántico por el extranjero a la esposa, novia o concubina de turno. Sin embargo, a grandes males, grandes remedios, y si usted es hombre de recursos, puede sorprenderla con un exótico y misterioso paseo por un antiquísimo templo egipcio, sin merma alguna para su exigua bolsa y sin tener que alejarse mucho del Paseo del Pintor Rosales, sito en la capital del reino.

Muchas veces, lo que se oculta es más importante que lo que se ve

Un verdadero templo egipcio que gallardamente preside el Parque de la Montaña, desafiando orgulloso a los modernos edificios que rodean la ajardinada zona gracias a esa pátina de misterio y bizarrismo tutankamoniano que recubre toda la construcción. Sin duda un lugar ideal para ejercer de cicerones y sorprender así a nuestras boquiabiertas acompañantes desvelándoles los oscuros arcanos que se esconden bajo sus pétreos muros.

Y digo bajo –aunque dentro también, of course-, porque ahí es donde mayor es la historia que sus grandes bloques de piedra protegen con celo. Un lugar, la vieja montaña del Príncipe Pío, donde fueron fusilados, en los albores de la Guerra de la Independencia, aquellos españoles que se alzaron en armas para decirles a los gabachos que la tortilla, siempre de patatas, y pa huevos, los suyos. Algo que no debió sentarles muy bien a los supuestos embajadores del país de la libertad, igualdad y fraternidad, por lo que terminaron dando matarile a todos esos bravos cuyas almas quedarían repartidas desde entonces entre las laderas de la montaña y el famoso lienzo en el que Goya dejó plasmado su terrible final.

Años más tarde, en ese mismo sitio y gracias en gran parte a los fondos recaudados con la desamortización de Mendizábal, se construiría el histórico Cuartel de la Montaña. Un sólido edificio de ladrillo y granito con capacidad para albergar hasta unos tres mil soldados, en lo que entonces eran los arrabales de Madrid. Y como si una sangrienta maldición se hubiese apropiado de la zona, de nuevo, en julio del treinta y seis, otra matanza ocurrió en el sitio. Esta vez los finiquitados fueron cerca de trescientos, entre militares y falangistas, quienes al mando del general Fanjul se alzaron en armas contra el gobierno de la República.

Pero la vida siguió en su loca carrera hacia adelante, como un pavo al que cortan el cuello y continúa corriendo absurdamente durante unos segundos sin rumbo determinado, empujado quizá por la inercia de la desesperación. Y sobre los restos de aquel cuartel levantaron nuestro querido templo egipcio, cuando años más tarde, allá por 1972, tras crear en el solar del cuartel un parque público, los egipcios regalaron a España una de sus peculiares construcciones.

Y no es porque fuésemos los más chulos, o porque nuestro club de fans de Nefertiti se encontrase entre los más importantes del mundo, sino porque la construcción de la presa de Assuan, con la idea de controlar las crecidas del Nilo y producir energía eléctrica, hizo que los descendientes de los faraones tuvieran que trasladar algunos de sus múltiples templos situados en la misma trayectoria que la presa hacia otros lugares tan alejados como España, for example, ya que aunque los antiguos egipcios eran más listos que los ratones coloraos, versados en raíces cuadradas y diagramas de Ben, no llegaron a diseñar templos anfibios, que yo sepa… No creo que le sentara muy bien al típico sacerdote pelón, estilo Yurl Brynner, sustituir su fibroso torso al descubierto, sus gigantescas muñequeras aúricas, y su imprescindible minifarda -salvo cuando fuese a los toros –, por un oscuro traje de neopreno y unas nada favorecedoras gafotas de bucear que le impedirían sacarle partido al eyeliner.

Total, que uno de esos templos recaló por estas tierras, con una antigüedad de 2.200 años, dedicado a Amón de Debod e Isis, y desde entonces hace compañía a los pajarillos y demás bichos del parque, refrescando con su estanque la memoria de los madrileños, a los que se les ofrece la posibilidad de disfrutar en primera fila de un verdadero templo egipcio, el cual guarda en sus entrañas un popurrí de almas hispano-egipcias que convierten el lugar en una especie de ataúd histórico.

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